MENSAJE DEL DÍA 1 DE DICIEMBRE DE 1990, PRIMER SÁBADO DE MES,

EN PRADO NUEVO DE EL ESCORIAL (MADRID)

 

LA VIRGEN:

     Hija mía, ¡cuánto me gusta que me invoquéis en el Ángelus! Ahí vio mi Dios la humillación de su esclava. Si todos los hombres, hija mía, hiciesen la voluntad de Dios, te he dicho muchas veces que todo el contorno de la Tierra sería un paraíso, hija mía. Pero cada hombre hace su propia voluntad.

     Quiero que sigáis recitando el Ángelus, para que veáis mi humillación ante Dios y para que aprendáis a ser humildes, hijos míos.

     La copa de la justicia de Dios se ha derramado ya sobre la Tierra, hijos míos; es la hora de Cristo, y Cristo quiere que los hombres sepan hacer su voluntad; y para que entiendan su poder.

     El hombre, hija mía, no piensa nada más que en divertirse; sus corazones están empedernidos por el pecado. Retiraos de aquellos corazones que son fruto de Satanás y os introducen en el mal. Por eso, hijos míos, los hombres no tienen paz, porque Satanás reina en sus corazones. Se cree muy seguro de su victoria, hija mía, pero el poder está en Dios, y no le va a dejar hacer más de lo que Él quiera.

     Besa el suelo, hija mía, en reparación de tantas y tantas blasfemias como se cometen en el mundo a los Corazones de Jesús y de María.

     Los hombres rehúsan el amor de todo un Dios y se introducen en la ciénaga del pecado. ¡Despertad, hijos míos! El mundo está en un gran peligro. Sólo en estos momentos vale la oración y el sacrificio. Olvidaos de los mundos (1) de Satanás e implorad a Dios y levantad vuestra mirada al Cielo. Sólo faltan segundos, hijos míos —os lo he dicho—, para que la Tierra tiemble y fuertes huracanes hagan desaparecer de la Tierra todo lo que tiene vida; menos aquellas almas que están selladas con el sello de mi misericordia, porque han sido fieles al Evangelio, hijos míos. ¿Cómo aplicáis vosotros el Evangelio?

     Mira, hija mía, otra vez, cómo siguen reinando los siete pecados capitales, cómo los hombres están en manos de Satanás. Ya es hora que baje Cristo a enseñar a los hombres que hagan su voluntad(2), no la voluntad de cada individuo; que quiere gobernarse por sí mismo cada uno y no quieren leyes celestiales. Ya es hora, hijos míos, que despertéis, porque el Castigo está más cerca de lo que vuestros ojos ven, hijos míos. Escuchad el Evangelio, pero aplicadlo tal como está escrito, porque...

     Mira, todos éstos que dicen haber vivido el Evangelio. Mira, hija mía, como el rico avariento, ¿dónde se encuentran, hija mía? Pero mira al pobre Lázaro y mira estos otros pobres, sacrificados, que han pasado hambre, que han sido perseguidos por la justicia, que se han desnudado a las cosas de la Tierra y se han revestido de gloria. ¡Mira, qué diferencia, hija mía, de la luz a la tiniebla! Éstos, hija mía, de tu derecha, son los que como el rico avariento no daban ni las migajas a los pobres. Dejaron la luz, hija mía, como te he dicho muchísimas veces, y se fueron a la tiniebla porque no querían renunciar ni a sus cosas ni a sus gustos. Pero mira todos éstos, hija mía, todos los que han renunciado a sí mismos y a todas sus cosas, mira qué grandeza. ¿Dónde ves la diferencia, hija mía, de la luz a la tiniebla? Éstos jamás saldrán de este lugar por no haber querido renunciar a esos tesoros pequeños mundanos y terrenales. Ahí es donde está el tesoro, en el Cielo. Los tesoros de la Tierra son los que conducen al hombre a la perdición y a la condenación, hija mía. Eternamente estarán en este lugar.

 

LUZ AMPARO:

     (Llorando amargamente). ¿No los puedes sacar de ahí, Dios mío? ¡Ay, ay, ay, qué horror! ¡Siempre, siempre ahí! ¡Ay, qué gritos! ¿No puedes tener compasión de ellos?

 

LA VIRGEN:

     Muchos años, hija mía, tuve compasión de ellos, pero su salvación la dejaban hasta el final. Ya se les acabó el tiempo, hija mía.

 

LUZ AMPARO:

     ¡Ten compasión de ellos! ¡Ay, ay, ay...! ¡Ay!... ¡Eternamente ahí!

 

LA VIRGEN:

     Tuvieron, hija mía, leyes para salvarse y profetas para dirigirlos; pero querían disfrutar de los placeres de la Tierra y de las comodidades. Por eso, hija mía, ahora se encuentran sin comodidades y llenos de sufrimiento.

     Pero mira todos éstos que han sufrido por la causa santa de Dios, mira qué gloria, hija mía, mira qué belleza tienen sus almas.

     Vale la pena renunciar, hijos míos. No estéis pesarosos de lo que habéis hecho. Cuanto más sufrimiento y más dolor y más amargura recibáis en la Tierra, más gloria tendréis en el Cielo, hijos míos.

 

LUZ AMPARO:

     Yo te pido, Madre mía, que des una señal, como dicen, para que los hombres vean tu verdad.

 

LA VIRGEN:

     Los hombres son soberbios, hija mía, y está el Evangelio ahí —¡más señal, hija mía!—, que, como te he enseñado, fue escrito con la Sangre de Cristo. Ahí está el Evangelio; ahí están los Apóstoles cuando siguieron a Cristo, hija mía; y ahí está el joven rico, triste y desconsolado; ¡más señal que ésa, hija mía! Los hombres buscan el consuelo en los placeres y no miran al Cielo, ¡qué pena de almas! Quieren acumular sus tesoros en la Tierra y donde está el tesoro está el corazón. Por eso su corazón está en el tesoro que hay en la Tierra. Y yo les grito porque los amo: “Desprendeos, hijos míos, de las cosas materiales, para que no perdáis los bienes celestiales”. Pero se hacen sordos a lo que les conviene, hija mía. No sólo, hija mía, con las palabras se llega al Cielo, sino con las obras. El hombre no lo entiende.

 

EL SEÑOR:

     Necios y sordos: abrid vuestros oídos a las llamadas de mi santa y pura Madre. El tiempo es corto, aunque a veces os parezca una eternidad. El amor es el que prevalecerá en el Cielo. Practicad esa virtud tan importante, la virtud de la caridad. Amaos unos a otros como está escrito y practicad los mandamientos. No rechacéis tantas y tantas gracias, hijos míos, porque ¡ay de aquéllos que cuando llegue la hora hayan sido sordos! Mi Madre vendrá con un ejército de ángeles, y todos aquéllos que hayan sido sellados con el sello de la misericordia, no serán afectados en nada de lo que caiga sobre la Tierra.

     Besa el suelo, hija mía, por los pobres pecadores.

     Es tiempo de penitencia y oración. La juventud no piensa nada más que en divertirse y pierde el tiempo en cosas vanas. Aprovechad el tiempo, hijos míos, para reparar los pecados de los demás. Yo quiero que se purifique la Tierra, y por eso permito tantas y tantas calamidades que caigan sobre la Tierra: para poder salvar a esas pobres almas; es de la única manera que los hombres pueden salvarse: con dolor y con sacrificio; con placeres el hombre está en manos de Satanás.

 

LA VIRGEN:

     Todos aquéllos que han renunciado a sí mismos, serán protegidos y los cubriré con mi manto. Amaos unos a otros; es el primer mandamiento el del amor, hijos míos. No rechacéis mis gracias.

     Hoy voy a dar una bendición muy especial para los pobres pecadores y para el día de las tinieblas, para que allí donde haya un objeto bendecido reluzca como el Sol. Y cuando esto suceda, hijos míos, ventanas y puertas cerradas; y no miréis para atrás, y aunque viereis a vuestros propios hijos llamar a la puerta, no la abráis, hijos míos, será terrible lo que podría suceder, hijos míos.

     Yo soy Madre del Amor y Madre de Misericordia, e intercederé a mi Hijo para salvar muchas almas. Todavía estáis a tiempo, hijos míos. Orad, orad, para no caer en tentación, hijos míos. Los segundos pueden acortarse en cualquier momento, hijos míos.

     Y aunque nuestro tiempo no es vuestro tiempo, no os confiéis, hijos míos, y os echéis a dormir tranquilamente como hicieron los Apóstoles en el huerto de Getsemaní. Velad y orad. Sacrificio y penitencia.

     Acercaos a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, ahí recibiréis la fuerza para todo lo que caiga sobre la Tierra, hijos míos.

     Levantad todos los objetos; todos serán bendecidos con bendiciones especiales para el día de la tribulación y para la conversión de los pecadores.

     Todos han sido bendecidos con bendiciones especiales, hijos míos.

     La paz sea con vosotros.

 

 

 

 

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(1)           Es decir, de los ambientes donde reina Satanás.

(2) Se refiere a la voluntad de Cristo; por eso añade: “no la voluntad de cada individuo”.