MENSAJE DEL DÍA 9 DE SEPTIEMBRE DE 1983

EN PRADO NUEVO DE EL ESCORIAL (MADRID)

      (Luz Amparo cae de rodillas lamentándose de fuertes dolores y comienza a sangrar por la frente y las manos, presentando los estigmas de la Pasión del Señor).

      LUZ AMPARO:

     ¡Ay, ay, ay...! ¡Ay, Dios mío...! (Así repetidas veces). ¡Ay, Jesús! ¡Ay, Jesús...! (Continúa lamentándose con expresiones semejantes durante unos minutos).

      LA VIRGEN:

     Hija mía, mi Hijo te ha escogido víctima, hija mía; tienes que ser fuerte. Te escogió como víctima para bien de toda la Humanidad, hija mía, para la salvación de las almas; por eso, hija mía, las pruebas son terribles, hija mía, pero tienes que ser fuerte, tienes que ser fuerte. No te abandones, hija mía; tendrás que sufrir mucho. La mayor parte del sufrimiento, hija mía, te la producirán los humanos, hija mía; pero tú ofrécete como víctima reparadora para la salvación de las almas; mi Hijo se vale de almas víctimas, para poder salvar por la tercera parte de la Humanidad; por eso, hija mía, mientras haya víctimas que reparen los pecados de los hombres, se irán salvando muchas almas, hija mía.

     Te pido sacrificio, hija mía, sacrificio y oración; ofrécete, hija mía, y hazte pequeña ante los hombres, para que mi Hijo pueda subirte alto, alto, muy alto, hija mía. El camino de Cristo es duro, pero vale la pena, hija mía, porque luego recibirás tu recompensa. Piensa que no eres nada, hija mía, piensa que eres miseria y que por eso te escogió mi Hijo, por pequeña y por miserable, hija mía; por eso tienes que ser muy humilde, hija mía, muy humilde para poder conseguir que se salven muchas almas, hija mía. Mi Hijo te escogió a ti como ha escogido a otras almas víctimas, pero vale la pena el sufrimiento, hija mía, vale la pena, porque el sufrimiento y la oración valen para la salvación del mundo, pero vale la pena sufrir para recibir la recompensa. Hazte pequeña, pequeña, para que mi Hijo pueda ponerte en un sitio, donde estés alta, muy alta, hija mía.

     Besa el suelo, hija mía, por los pecadores, hija mía... Este acto de humildad, hija mía, sirve para la salvación de las almas; piensa, hija mía, como te he dicho otras veces, que todo aquél que se humille, será ensalzado ante los ojos de Dios Padre, hija mía; por eso te pido oración y sacrificio, oración, hija mía. Recibe con humildad todas las pruebas, que en este mundo, hija mía, los humanos, los humanos son... (Habla en idioma desconocido). Eso son, hija mía, pero vale la pena el sufrimiento para conseguir las moradas, hija mía; piensa que, para seguir a Cristo, hay que coger la cruz, cargársela, e ir detrás de Él, hija mía.

     Mira, hija mía, qué premio espera a las almas víctimas, a esas almas víctimas que Jesús coge para la salvación del mundo.

      LUZ AMPARO:

     ¡Ay, quiero quedarme aquí, quiero quedarme aquí! ¡Ay, ay, ay..., yo quiero quedarme aquí! ¡Ay..., yo quiero quedarme...!

      LA VIRGEN:

     Ya llegará el día, hija mía, en que recibirás tu recompensa por tus sufrimientos, hija mía; pero hazte pequeña, hija mía, y humíllate ante los ojos de los hombres.

     Os pido, hijos míos, sacrificios y oración, para poder conseguir el Cielo; sin sacrificio y oración no se puede conseguir, hija mía; por eso me agrada tanto la plegaria favorita, hija mía, mi plegaria, que es el santo Rosario. Con el santo Rosario, hijos míos, podéis ayudar a muchas almas. Sacrificio, hijos míos, sacrificios y oración.

     En recompensa a tu dolor, hija mía, besa el pie...

     Os bendigo, hijos míos, como el Padre os bendice por medio del Hijo y con el Espíritu Santo.

     Adiós, hijos míos. Adiós.


COMENTARIO A LOS MENSAJES

9-Septiembre-1983

     «Te pido sacrificio, hija mía, sacrificio y oración; ofrécete, hija mía, y hazte pequeña ante los hombres, para que mi Hijo pueda subirte alto, alto, muy alto, hija mía. El camino de Cristo es duro, pero vale la pena, hija mía, porque luego recibirás tu recompensa. Piensa que no eres nada, hija mía, piensa que eres miseria y que por eso te escogió mi Hijo, por pequeña y por miserable, hija mía; por eso tienes que ser muy humilde, hija mía, muy humilde para poder conseguir que se salven muchas almas, hija mía. Mi Hijo te escogió a ti como ha escogido a otras almas víctimas, pero vale la pena el sufrimiento, hija mía, vale la pena, porque el sufrimiento y la oración valen para la salvación del mundo, pero vale la pena sufrir para recibir la recompensa. Hazte pequeña, pequeña, para que mi Hijo pueda ponerte en un sitio, donde estés alta, muy alta, hija mía» (La Virgen).

 

     No se puede llegar al Cielo sin sufrir. En un principio, Dios tenía pensado para el ser humano una vida feliz en este mundo, para después trasladarlo al Cielo. Pero el pecado de nuestros primeros padres truncó ese plan originario y afectó tanto a la descendencia de Adán y Eva como a toda la naturaleza. Sobre los desastrosos efectos de ese pecado original, enseña el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica: «Como consecuencia del pecado original, la naturaleza humana, aun sin estar totalmente corrompida, se halla herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al poder de la muerte, e inclinada al pecado. Esta inclinación al mal se llama concupiscencia» (n. 77).

     Conforme a lo dicho, san Pablo exhortaba en su predicación, después de haber sufrido mucho: «Es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios» (Hch 14, 22). Por esta razón, a lo largo de los mensajes, el Señor y la Virgen no dejan de pedir a Luz Amparo sacrificios, para participar así de la Pasión de Cristo, para bien de las almas y beneficio espiritual de la propia Amparo.

     ¡Qué importancia concede la Virgen a la sencillez, a la pequeñez, a la humildad...! Ante los ojos del mundo, ser pequeño o sencillo equivale a ser tonto, despreciable, humillado... Y esto no lo soporta la soberbia humana, que pretende todo lo contrario: destacar, ocupar los primeros puestos, ser honrado... En cambio: «Nuestra sabiduría y nuestra fuerza están precisamente en tener la convicción de nuestra pequeñez, de nuestra nada delante de los ojos de Dios»(1). Luego se encargará el Señor de elevarnos al estilo divino, según el Evangelio: «El mayor entre vosotros será vuestro servidor. Pues el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Mt 23, 11-12). Pero esta «elevación» está reservada para la vida eterna y, si acaso, aquí en este mundo por la gracia sobreabundante (cf. 2 Co 9, 14; Ef 2, 7), que ésa no nos faltará y que nos eleva a la vida sobrenatural.

     Todo lo cual tiene que ver con la virtud de la humildad, base de todas las virtudes, y repetida cientos de veces en los mensajes de Prado Nuevo. A este propósito, nos vendrá bien recordar la Letanía de la humildad. Si somos sinceros al recitarla, tendremos que reconocer cuánto nos falta para vivir lo que en ella se pide:

Oh Jesús, manso y humilde de Corazón, escúchanos:
     Del deseo de ser estimado,
     Del deseo de ser amado,
     Del deseo de ser ensalzado,
     Del deseo de ser honrado,
     Del deseo de ser alabado,
     Del deseo de ser preferido a otros,
     Del deseo de ser consultado,
     Del deseo de tener aceptación,
     Del temor de ser humillado,
     Del temor de ser despreciado,
     Del temor de recibir repulsas,
     Del temor de ser calumniado,
     Del temor de ser olvidado,
     Del temor de ser ridiculizado,
     Del temor de ser injuriado,
     Del temor de ser sospechoso,

Líbrame, Jesús
     

     Que los otros sean más estimados que yo,
     Que los otros puedan crecer en la opinión del mundo
y yo disminuir,
     Que los otros puedan ser empleados en cargos
y a mí se me juzgue inútil,
     Que los otros puedan ser alabados y yo olvidado,
     Que los otros puedan ser preferidos a mí
en todas las cosas,
     Que los otros puedan ser más santos que yo,
con tal de que yo sea todo lo santo que pueda,

Jesús, concédeme la gracia de desearlo

 

           V/. Jesús, manso y humilde de corazón.

          R/. Haz nuestro corazón semejante al Tuyo.

     ORACIÓN

     Oh Jesús, que siendo Dios, te humillaste hasta la muerte y muerte de cruz, para ser ejemplo perenne que confunda nuestro orgullo y amor propio, concédenos la gracia de aprender y practicar tu ejemplo, para que humillándonos, como corresponde a nuestra miseria aquí en la Tierra, podamos ser ensalzados hasta gozar eternamente de Ti en el Cielo. Amén.

     Escojamos en camino de la humildad, que es el más seguro para agradar a Dios, e imitemos a la humilde esclava del Señor: «Si quieres que Dios te conceda más fácilmente la humildad, toma por abogada y protectora a la santísima Virgen. San Bernardo dice que “María se ha humillado como ninguna otra criatura, y siendo la más grande de todas, se ha hecho la más pequeña en el abismo profundísimo de su humildad”»(2).



(1) S. Josemaría E., Amigos de Dios, 144.

(2) J. Pecci (León XIII), Práctica de la humildad, 56.