MENSAJE DEL DÍA 7 DE MAYO DE 1983, PRIMER SÁBADO DE MES,
EN PRADO NUEVO DE EL ESCORIAL (MADRID)
LA VIRGEN:
Hija mía, hija mía, os sigo dando avisos; sigo dándoos avisos, hijos míos, porque no quiero que os condenéis. Me veo obligada a dejar caer el brazo de la misericordia. No hacéis caso de mis avisos. Mi Hijo, hijos míos, se manifiesta a almas humildes para que os salvéis, y no hacéis caso. Nos servimos, hijos míos, de instrumentos para vuestra salvación y os reís de estos instrumentos. Si os reís de estos instrumentos, os estáis riendo de mi Hijo, y si os reís de mi Hijo, os reís del Padre, porque el Padre y el Hijo son una misma cosa; por eso el Padre dejó en manos del Hijo todas las cosas, para que el Hijo las manifestase a quien Él quisiese, hijos míos. No tengas miedo, hija mía, como te he dicho otras veces; piensa que ha sido mi Hijo el que te ha escogido, no has sido tú a Él. También, hija mía, ¡cuántos quisieran haber visto y oído todo lo que tú has visto y oído! Bienaventurados tus ojos, porque has visto todas estas cosas, hija mía. Sé humilde, hija mía, sé humilde. También te digo, hija mía, que des aviso a toda la Humanidad, porque mi Hijo, de un momento a otro, va a bajar en una nube y va a dar a cada uno según sus obras, hijos míos.
Los ejércitos del Padre son billones y billones, están preparados para que el Padre mueva su brazo, para venir a la Tierra y separar la cizaña del trigo, para mandar la cizaña a la profundidad de los infiernos, y el trigo transportarlo a los graneros de mi Hijo. Tú, hija mía, comunícaselo a todos, que estén preparados para cuando llegue este momento. Dentro de poco, el Sol dejará de brillar y la Luna dejará de alumbrar, hija mía.
Voy a pediros a todos, hijos míos, que habléis por todas las partes del mundo de los Santos Evangelios que instituyó mi Hijo, y los dejó escritos en la Tierra. No tengáis miedo, hijos míos, de aquéllos que puedan matar vuestro cuerpo, tened miedo a aquél que os puede mandar a la profundidad de los infiernos.
Sí, hijos míos, publicad la palabra de Dios por todas las partes del mundo, llevad la luz del Evangelio, no seáis cobardes. El tiempo se aproxima y los hombres no cambian.
Sí, hija mía, pide por las almas consagradas, ¡las amo tanto y qué mal me corresponden!
Besa el suelo, hija mía por las almas consagradas... Este acto de humildad, hija mía, ofrécelo por esas almas consagradas. Mira, hija mía, mira cómo está mi Corazón cercado de espinas, hija mía, por las almas consagradas, por todos mis hijos, por todos, hija mía. Quita dos, hija mía...; sólo se han purificado dos. Tira sin miedo; arráncala, hija mía. Cada día, hija mía, mi Corazón está más cercado de espinas. No hacen caso de mis mensajes, hija mía.
Escribe otro nombre, hija mía, en el Libro de la Vida... Este nombre, hija mía, no se borrará jamás.
Sí, hija mía, tienes que sufrir mucho; tu sufrimiento, hija mía... Hija mía, sé humilde; piensa que para seguir a mi Hijo tiene que ser por el camino del dolor. Hijos míos, poneos a bien con Dios. ¡Cuántos de los aquí presentes, todavía no se han acercado al sacramento de la Confesión! ¡Qué pena, hija mía! Estoy dando avisos, no quiero que se condenen. Haz sacrificio, hija mía, y ofrécelo por los pobres pecadores. ¡Cuántos, hija mía, cuántos hijos no han conocido a su Madre por no haber un alma que les haya hablado de Ella!
Vuelve a besar el suelo, hija mía... Por los pobres pecadores, hija mía.
Seguid rezando el santo Rosario, hijos míos, pero antes, poneos a bien con Dios; acercaos al sacramento de la Confesión y al sacramento de la Eucaristía.
Pedid gracias, hijos míos, a mi Inmaculado Corazón; que este Corazón Inmaculado será el que triunfe en toda la Humanidad.
Sí, hijos míos, arrepentíos, hijos míos, y haced sacrificios.
Tú, hija mía, sé humilde, y publica la palabra de Dios por todas las partes del mundo.
Hijos míos, no seáis fariseos, tampoco seáis sepulcros blanqueados, que por fuera estáis blancos y por dentro estáis manchados. Sed humildes, hijos míos.
Yo os bendigo, hijos míos, como el Padre os bendice por medio del Hijo y en el Espíritu Santo.
Adiós, hijos míos. Adiós.
7-Mayo-1983 (Continuación)
«Nos servimos, hijos míos, de instrumentos para vuestra salvación y os reís de estos instrumentos. Si os reís de estos instrumentos, os estáis riendo de mi Hijo, y si os reís de mi Hijo, os reís del Padre, porque el Padre y el Hijo son una misma cosa; por eso el Padre dejó en manos del Hijo todas las cosas, para que el Hijo las manifestase a quien Él quisiese, hijos míos. No tengas miedo, hija mía, como te he dicho otras veces; piensa que ha sido mi Hijo el que te ha escogido, no has sido tú a Él. También, hija mía, ¡cuántos quisieran haber visto y oído todo lo que tú has visto y oído! Bienaventurados tus ojos, porque has visto todas estas cosas» (La Virgen).
Continuamos con el comentario al mensaje de 7 de mayo de 1983, puesto que el mes anterior nos limitamos a un breve fragmento; ahora comentamos otros puntos de interés.
En el párrafo transcrito, podemos encontrar no pocas concordancias con la palabra de Dios; vamos a poner la frase del mensaje y la cita equivalente de la Sagrada Escritura; comprobaremos así, una vez más, lo que tantas veces hemos señalado: que los mensajes de Prado Nuevo están en plena sintonía con la doctrina católica y, en consecuencia, con la palabra divina revelada en la Biblia:
• «Nos servimos, hijos míos, de instrumentos para vuestra salvación» /«Vete, pues éste me es un instrumento de elección que lleve mi nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel» (Hch 9, 15).
• «Si os reís de estos instrumentos, os estáis riendo de mi Hijo, y si os reís de mi Hijo, os reís del Padre» / «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado»(Lc 10, 16).
• «...porque el Padre y el Hijo son una misma cosa» / «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10, 30). «Como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que ellos también sean uno» (Jn 17, 21).
• «...el Padre dejó en manos del Hijo todas las cosas, para que el Hijo las manifestase a quien Él quisiese» / «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11, 27; cf. Lc 10, 22).
• «No tengas miedo, hija mía, como te he dicho otras veces» / «No les tengáis miedo. Pues no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse» (Mt 10, 26). «Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: “Levantaos, no tengáis miedo”» (Mt 17, 7).
• «...piensa que ha sido mi Hijo el que te ha escogido, no has sido tú a Él» / «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros» (Jn 15, 16).
• «También, hija mía, ¡cuántos quisieran haber visto y oído todo lo que tú has visto y oído!» / «Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído» (Lc 7, 22). «No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 20).
«Voy a pediros a todos, hijos míos, que habléis por todas las partes del mundo de los Santos Evangelios que instituyó mi Hijo, y los dejó escritos en la Tierra» (La Virgen).
Dios es el autor y causa principal de los libros inspirados; y por tanto Jesucristo, que es Dios. Pero especialmente se puede sostener que Jesús instituyó y dejó escritos los Evangelios, porque contienen su palabra y su doctrina; los evangelistas son causa instrumental; escribieron bajo la inspiración del Espíritu Santo. Otra posible explicación: «...los dejó escritos»; según la expresión «estaba escrito», que quiere decir: «así estaba dispuesto», vendría a significar, en el contexto, que los Santos Evangelios los dejó Cristo así dispuestos para bien de su Iglesia y de las almas. (1)
«No tengáis miedo, hijos míos, de aquéllos que puedan matar vuestro cuerpo, tened miedo a aquél que os puede mandar a la profundidad de los Infiernos» (La Virgen).
Estamos ante una clara concordancia con el Evangelio de San Mateo: «Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a aquél que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna» (Mt 10, 28). Efectivamente, el cristiano no debe tener nunca miedo, pues es hijo de Dios; en cambio, sí debe preocuparle la salvación de su alma y la posibilidad de perderse eternamente. Dice el apóstol san Juan: «No hay temor en el amor; sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor. Nosotros amemos, porque Él nos amó primero» (1 Jn 4, 18-19). Del temor de Dios habla continuamente la Sagrada Escritura y es muy distinto del miedo, porque éste es excluido por el amor. Es evidente que si tenemos miedo es porque nos falta amor. Para momentos difíciles, escuchemos la voz de Jesús, que nos exhorta: «¡Ánimo!, que soy yo; no temáis» (Mt 14, 27; Mc 6, 50; Jn 6, 20). «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí» (Jn 14, 1).
La bendición de este mes tiene el mismo sentido: «Hoy mi bendición es para todas las madres, especialmente para aquéllas que saben educar a sus hijos en el santo temor de Dios...» (La Virgen).
(1) Cf. Dei Verbum, 11.