"Yo
prometo a todo el que rece el Santo Rosario diariamente y comulgue
los primeros sábados de mes, asistirle en la hora de la muerte." (El Escorial. Stma. Virgen, 5-03-82) |
"Todos
los que acudís a este lugar, hijos míos, recibiréis
gracias muy especiales en la vida y en la muerte." (El Escorial. El Señor, 1-1-2000) |
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MENSAJE DEL DÍA 30 DE JULIO DE 1983
EN PRADO NUEVO DE EL ESCORIAL (MADRID)
LA VIRGEN:
Hija mía, el mensaje va a ser corto, hija mía, porque todo lo tengo dicho desde el principio hasta el fin. Di a los humanos, hija mía, que no ofendan la Divina Majestad de Dios Padre; está muy ofendido y su cólera va a caer sobre la Humanidad de un momento a otro, hija mía. Os pido sacrificios, hija mía, sacrificios y oración. Este es mi mensaje, hija mía: que os améis los unos a los otros como mi Hijo os amó, hija mía.
Sí, hija mía, los humanos han convertido el mundo en escenario de crímenes y de placeres y de envidias, hija mía. No seáis caínes, hijos míos, sed como Abel, que ofrecía a Jesús los mejores frutos de su cosecha; haced vosotros lo mismo, hijos míos. No os riáis de los mensajes de vuestra Madre; ¡cuántos, hija mía, cuántos se ríen de mis mensajes! ¡Pobres almas, me dan tanta pena, hija mía! Tú, hija mía, te sigo repitiendo: hazte pequeña, humíllate, hija mía, sé humilde, porque sin la humildad, hija mía, no se puede conseguir el Cielo.
Besa el suelo, hija mía, en acto de humildad, en reparación de todos los pecados... Bienaventurados, hija mía, bienaventurados los que se humillan —ya te lo he repetido muchas veces—, porque ellos serán altos, muy altos; subirán a las moradas más altas del Padre Eterno. Por eso, hijos míos, sin humildad, sin caridad y sin fe no se puede conseguir el Cielo. Sed humildes, hijos míos; mi Hijo quiere apóstoles, pero no los encuentra, hija mía; quiere apóstoles para los últimos tiempos, pero la Humanidad no corresponde, hija mía, no corresponde con sus sacrificios y con sus oraciones.
Sí, hija mía, las almas consagradas están muy necesitadas de oración, hija mía, y los pecados de las almas consagradas están clamando al Cielo venganza, hijos míos; pedid por esas pobres almas, ¡me dan tanta pena, hijos míos!, ¡los amo tanto! Los ángeles del Cielo harán justicia, hija mía, sobre esa venganza. Por eso os pido, como Madre de amor y de misericordia que soy, que pidáis por todas las almas; no quiero que se condenen, todos son mis hijos, hija mía, todos sin distinción de razas; por eso os aviso, hija mía, para que pongáis orden en vuestras vidas y para que hagáis oración y sacrificio, pues el tiempo está próximo, muy próximo, hijos míos, muy próximo; faltan segundos, hijos míos, os lo vengo advirtiendo hace mucho tiempo, hijos míos. Quiero que hagáis sacrificio, que os acerquéis al sacramento de la Confesión y que hagáis visitas al Santísimo; mi Hijo está triste y solo con los brazos abiertos esperándoos a todos, hijos míos; dedicadle media hora, hijos míos, ¡está tan triste y tan solo!
Pedid gracias a mi Inmaculado Corazón; quiere este Corazón Inmaculado derramar las gracias sobre todos vosotros, hijos míos. Pedid como decía mi Hijo: “Pedid y se os dará”, hijos míos; pero pedid para vuestra alma, no pidáis sólo para vuestro cuerpo; el cuerpo no vale para nada, hijos míos; tened presente que es el alma lo más importante; depende de vosotros vuestra salvación o vuestra condenación, hijos míos; pero aquello que escojáis, será para toda, toda una eternidad, hijos míos.
El mundo se acaba, pero quiero que los hombres cambien, quiero que ordenéis vuestras vidas. Hijos míos: se os dará un aviso y os veréis reflejados, vuestra alma como en un espejo, de lo que habéis sido durante vuestra toda existencia(1), hija mía, toda vuestra existencia. Ése es el misterio de Dios que el hombre nunca ha llegado a descubrir, hijos míos; muchos, en ese momento, se horrorizarán, hija mía, y no querrán creer ni en la palabra de Dios. Por eso os pido, hijos míos, que pidáis luz al Espíritu Santo para, cuando llegue ese momento, estéis iluminados para poder comprender los designios de Dios cómo son misteriosos y ocultos.
Sí, hija mía, todavía te queda que sufrir, pero piensa que es para bien de la Humanidad; las almas víctimas las escoge mi Hijo para la salvación de los hombres.
Vuelve a besar el suelo por las almas consagradas, hija mía, por esas almas que ofenden la Divina Majestad de Dios... Es preciso, hija mía, que esta humillación la recibas diariamente; besa el suelo diariamente, hija mía, durante todo el día. Es un acto de humildad para ti también, hija mía, en reparación de tus pecados. Piensa que mi Hijo te ha escogido por miserable y pequeña, hija mía, no te ha escogido por mística, hija mía, sino porque eras una miserable. Por eso te pido que te humilles, hija mía, y te dejes humillar. También esta humillación sirve para todas las almas. Durante el día ese acto de humildad sirve para salvar la Humanidad, hija mía; en reparación de todos los pecados del mundo. Sed humildes, hijos míos, y con vuestra oración y vuestro sacrificio podéis salvar muchas almas, hijos míos; por eso me manifiesto tan a menudo, porque el tiempo se aproxima y los hombres no cambian. El fin de los fines está cerca, hijos míos.
Os bendigo, hijos míos, como el Padre os bendice en el nombre del Hijo y con el Espíritu Santo.
Levantad los objetos, hijos míos; todos los objetos serán bendecidos y muchos objetos recibirán gracias especiales para la curación de algún enfermo...
Recibid mi bendición, hijos míos.
Adiós, hijos míos. Adiós.
[1] Así lo dice en la grabación; enseguida rectifica: “toda vuestra existencia”.
30-Julio-1983
«Di a los humanos, hija mía, que no ofendan la Divina Majestad de Dios Padre; está muy ofendido» (La Virgen).
Para valorar este lamento de la santísima Virgen
nada más comenzar sus palabras, habría que fijarse en el significado de la
expresión «Divina Majestad», que es pronunciada decenas de veces en los
mensajes de Prado Nuevo. «Majestad» es una palabra derivada de otra latina, «maiestas»,
que vendría a significar «grandeza».
En la actualidad, se mantiene su uso para dirigirse a monarcas («su Majestad el
Rey»); también se utiliza como título o tratamiento de respeto hacia Dios («la
Divina Majestad de Dios»). Por esta razón, santo Tomás de Aquino señala que «el
pecado cometido contra Dios tiene una cierta infinitud por razón de la majestad
infinita de Dios: la ofensa es tanto más grave cuanto mayor es la dignidad de
la persona ofendida. Por eso fue preciso que, para lograr una satisfacción
perfecta, la obra del reparador tuviese una eficacia infinita, por ejemplo, la
de un Dios y hombre a la vez»(1).
¡Claro
que ofendemos a Dios!; pero asimismo Él nos invita a arrepentirnos y pedirle
perdón a través del sacramento de la Reconciliación, fuente de paz y alegría.
Así lo explicaba en una ocasión el papa Juan Pablo II: «No apaguéis esta alegría que nace de la fe en Cristo crucificado y
resucitado ¡Testimoniad vuestra alegría! ¡Habituaos a gozar de esta alegría!
(...). Es la alegría del perdón de Dios, mediante sus sacerdotes, cuando por
desgracia se ha ofendido a su infinito amor, y arrepentidos se retorna a sus
brazos de Padre»(2).
«Sí, hija mía, los humanos han convertido
el mundo en escenario de crímenes y de placeres y de envidias, hija mía. No
seáis “caínes”, hijos míos; sed como Abel, que ofrecía a Jesús los mejores
frutos (...); haced vosotros lo mismo, hijos míos» (La
Virgen).
En pocas palabras se describe la situación
del mundo en el año 1983, aunque no se puede decir que haya mejorado desde
entonces; si acaso, podríamos asegurar que ha empeorado. Afirmar esto no es ser
pesimista, sino muy realista. Basta contemplar cada día las noticias en los
medios de comunicación, para comprobar cómo el mundo
sigue siendo «escenario de crímenes y de
placeres y de envidias». Se cometen continuamente asesinatos,
secuestros, atentados terroristas, desórdenes de todo tipo..., sin olvidar el
grito «silencioso» de multitud de niños a los que se impide nacer mediante el
«crimen abominable» del aborto, como lo denominó el Concilio Vaticano II(3).
La mención de Caín y Abel nos trae a la
memoria algunos pasajes bíblicos; del libro del Génesis, primero, donde se narra cómo Abel hace una ofrenda
agradable a Dios, mientras que la de Caín le desagrada: «Yahveh miró propicio a
Abel y su oblación, mas no miró propicio a Caín y su oblación» (Gn 4, 4-5). Es decir, que a Dios le fue
grato lo ofrecido por Abel, porque éste lo hizo de corazón, dando a su Creador
lo mejor que tenía, como corresponde a la Divina Majestad. Por el contrario, no
aceptó la ofrenda de Caín, porque se sobrentiende que ofrecía a Dios lo menos
bueno y de mala gana; así, afirma san Juan en su primera Carta que las obras de
Caín «eran malas, mientras que las de su hermano eran justas» (1 Jn 3, 12). También se ve la rectitud
de Abel por lo que dice de él la Carta a
los Hebreos: «Por la fe, ofreció Abel a Dios un sacrificio más excelente
que Caín, por ella fue declarado justo, con la aprobación que dio Dios a sus
ofrendas» (Hb 11, 4). A esta rectitud
moral es a lo que invita el mensaje: «...haced vosotros lo mismo, hijos
míos», dice la santísima Virgen, quien en otro anterior completaba: «No seáis “caínes”, sed como Abel. No ofrezcáis a Dios los peores
frutos de vuestra cosecha; ofreced los mejores» (20-1-1983).
Si comparamos el mensaje de Prado Nuevo con la cita de la Primera Carta de San Juan, encontramos la curiosa coincidencia de que la referencia a Caín y Abel se relaciona con el mandamiento del amor:
*Dice la Virgen:
«Éste es mi
mensaje, hija mía: que os améis los unos a los
otros como mi Hijo os amó, hija mía (...). No seáis “caínes”, hijos míos;
sed como Abel» (30-7-1983).
*Dice san Juan:
«Pues éste es el mensaje que
habéis oído desde el principio: que nos amemos unos a otros.
No como Caín, que, siendo del
Maligno, mató a su hermano»
«Por eso os pido, como Madre de amor
y de misericordia que soy, que pidáis por todas las almas; no quiero que se
condenen, todos son mis hijos, hija mía, todos sin distinción de razas» (La Virgen).
¿Cómo no va a sufrir María Santísima viendo
que tantos hijos suyos se pierden? Si Dios «quiere que todos los hombres se
salven» (1 Tm 2, 4), la Madre de Dios vela constantemente por este mismo deseo, que la lleva
a interceder siempre por nuestras almas. «Porque Ella, como dice San Ireneo, “obedeciendo
fue causa de la salvación propia y de la del género humano entero”»(4).
(1 Jn 3, 11-12).
[1]
Suma
Teológica III, q. 1, a. 2.
[2]
Discurso, 24-III-1979.
[3]
Gaudium et Spes, 51.
[4]
Lumen
Gentium, 56.