MENSAJE DEL DÍA 27 DE MARZO DE 1983
EN PRADO NUEVO DE EL ESCORIAL (MADRID)
LA VIRGEN:
Hija mía, hija mía, os sigo repitiendo: haced sacrificios y oración, rezad por los pobres pecadores, acercaos a la Eucaristía. ¡Cuántos de mis hijos están yendo al fondo del abismo por no cumplir los mandamientos! No seáis cobardes, cumplid con las reglas del Padre Eterno. Todos los que no hayan cumplido, no entrarán en el Reino de los Cielos. Acercaos al sacramento de la Confesión, que en cualquier momento puede llegar el juicio de Dios. Los que lo habéis hecho, acercaos a la Eucaristía. Mi Hijo está muy triste, esperando; está como víctima crucificada expiando los pecados de la Humanidad.
Consolad a mi Hijo. Pensad que el enemigo está preparando la última batalla; está marcando a todos sus escogidos. Estad a la derecha del Padre, todo el que esté a la derecha del Padre no tema.
Mira cómo está mi Corazón, está cercado de espinas de los humanos; no puedes quitar ninguna... Mi Corazón está más triste por ver que la Humanidad no cambia.
Sed apóstoles de los últimos tiempos, no os acobardéis.
No neguéis a mi Hijo; todo aquél que niegue a mi Hijo, el Padre Celestial le negará.
Sed astutos, que el enemigo está al acecho. Cumplid, hijos míos, que el Castigo está muy cerca... (Habla en idioma desconocido). Hija mía, estas fechas serán el gran Castigo de toda la Humanidad. Varias naciones quedarán destruidas y las que queden serán purificadas. Este gran Castigo está muy próximo; parecerá que el mundo está ardiendo. Sólo del Aviso muchos no lo resistirán y morirán.
Tú, hija mía, sé humilde; sin humildad no se consigue el Cielo. Déjate humillar; déjate calumniar; a mi Hijo le humillaban, le llamaban “el vagabundo”, “el endemoniado”, y todo su afán era salvar la Humanidad. Pasó hambre, frío, para llevar la luz del Evangelio, y los humanos le pagan con desprecios, con toda clase de pecados.
Acercaos a la Confesión cuantos no lo habéis hecho. Pensad, hijos míos, de qué os vale tener todas las cosas del mundo, si perdéis vuestra alma; sed apóstoles imitadores de Cristo, también aquéllos que están olvidados del mundo, de las riquezas que los rodean, son los verdaderos imitadores de Cristo.
Sed amantes de vuestro prójimo; el que no es amante del prójimo, no ama a Dios. Y tú, hija mía, refúgiate en nuestros Corazones, para que te podamos trasplantar en el jardín de los escogidos.
El cáliz se está acabando, y cuando se acabe, caerá sobre la Humanidad, el fuego que la arrasará. Sacrificios, sacrificios y oración os pido, hija mía; hoy no vas a beber del cáliz del dolor, se está acabando. La misericordia de Dios Padre se acaba, la copa de la justicia se acaba, la de la misericordia está rebosando.
El Padre Eterno os está esperando con los brazos abiertos, acercaos a la Confesión, haced caso y llevad por todas partes del mundo la luz del Evangelio.
Publicad el santo Rosario; con el Rosario, se puede salvar la mayor parte de la Humanidad; no mezcléis políticas, el Rosario es la mejor “política”; con el Rosario y el amor al prójimo, podéis ayudar a muchas almas a llegar a Dios.
Os bendigo, hijos míos, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
Adiós, hija mía.
27-Marzo-1983
«Hija
mía, hija mía, os sigo repitiendo: haced sacrificios y oración, rezad por los
pobres pecadores, acercaos a la Eucaristía. ¡Cuántos de mis hijos están yendo al fondo del abismo
por no cumplir los mandamientos! No seáis cobardes, cumplid con las reglas del
Padre Eterno. Todos los que no hayan cumplido, no entrarán en el Reino de los
Cielos. Acercaos al sacramento de la Confesión, que en cualquier momento puede
llegar el Juicio de Dios. Los que lo habéis hecho, acercaos a la Eucaristía. Mi
Hijo está muy triste, esperando; está como víctima crucificada expiando los
pecados de la Humanidad» (La Virgen).
Apenas se encontrará alguno, entre los mensajes de Prado Nuevo,
en que no se pida penitencia y sacrificio, o penitencias y sacrificios,
en plural. No resulta fácil diferenciar estos conceptos, ya que, a veces, un
mismo acto u obra puede incluir a varios de ellos, lo que lleva a
identificarlos. No es lo mismo hacer «penitencia»,
como virtud, que hacer «penitencias»,
que equivaldría a «sacrificios» y «mortificaciones». «Sacrificio», en singular, es el ofrecimiento de una cosa sensible
hecho a Dios para testimoniar el reconocimiento de su dominio supremo y de
nuestro sometimiento a Él; por dicho reconocimiento, se renuncia a algo propio:
dinero, bienes muebles e inmuebles, una vela para la ofrenda, etc. Esto debe
conducir a renunciar o negarse a sí mismo, como pide Jesús en el Evangelio: «Entonces
dijo Jesús a sus discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a
sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la
perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará”».
El sacrificio más excelente es el de la Santa Misa, que actualiza el Sacrificio
de la Cruz. Por la virtud de la «penitencia»
nos dolemos, nos arrepentimos de los pecados cometidos, reprobándolos «con la
intención de eliminar las consecuencias, o sea, la ofensa a Dios y el débito de
la pena».
Volviendo a la Misa: podemos ofrecerla —sacrificio— y, a la vez, que sirva como
expiación por nuestros pecados —penitencia—.
Así como en la antigua Ley eran tres las especies de
sacrificios: el holocausto, el sacrificio por el pecado y la hostia pacífica,
así también en tres maneras (o tres fines), el cristiano ha de ofrecer su vida
a Dios y aceptar con este espíritu la muerte. El sacrificio de holocausto se ofrecía en declaración de
la excelencia del Señor y del dominio que tiene sobre todas las cosas creadas;
por lo cual, toda la víctima se consumía enteramente en el fuego como obsequio
a la Divina Majestad. ¡Cuánto mayor honor, pues, da a Dios el sacrificio de la
muerte aceptada y querida en obsequio del mismo Dios! La otra especie de
sacrificio, el sacrificio por el pecado,
lo podemos ofrecer igualmente con la muerte: todos los pecados que hemos
cometido tienen su principio, según san Juan (cf. 1 Jn 2, 16), en estos tres desordenados deseos: el deseo de la
propia excelencia, el deseo de los placeres y el deseo de las riquezas. Todo
ello desaparece con la muerte, y ordena con la pena todo cuanto había
desordenado la culpa. La tercera especie de sacrificio, que se llama hostia pacífica, se ofrecía en
reconocimiento de los beneficios ya recibidos o que se habían de recibir. Cada
uno de nosotros ha sido inmensamente más beneficiado por el Señor a lo largo de
su vida; por eso, la ofrenda de nuestra propia vida y la aceptación de la
muerte son un modo excelente de agradecimiento a nuestro Creador y Redentor.
La importancia de los mandamientos de la Ley de Dios se refleja
por las consecuencias al no cumplirlos; afirma la Virgen en el mensaje: «¡Cuántos de mis hijos están yendo al fondo del abismo
por no cumplir los mandamientos!». A la pregunta
«¿Qué importancia da la Iglesia al Decálogo?», responde el Compendio del Catecismo de la
Iglesia Católica: «Fiel a la Escritura y siguiendo el ejemplo de Jesús, la
Iglesia ha reconocido en el Decálogo una importancia y un significado
fundamentales. Los cristianos están obligados a observarlo» (n. 438). Y en el
número 440: «¿Por qué el Decálogo obliga gravemente?», dice: «El Decálogo
obliga gravemente porque enuncia los deberes fundamentales del hombre para con
Dios y para con el prójimo». El cumplimiento de los mandamientos en el mundo
actual es el único camino para resolver los gravísimos problemas que afectan a
la Humanidad; vienen a ser como los arcos de un puente que nos conducen a la
otra orilla, la de la eternidad; hemos de cruzarlos todos para alcanzarla.
Enseña el mismo Catecismo: «Los
preceptos del Decálogo establecen los fundamentos de la vocación del hombre,
formado a imagen de Dios. Prohíben lo que es contrario al amor de Dios y del
prójimo, y prescriben lo que le es esencial. El Decálogo es una luz ofrecida a
la conciencia de todo hombre para manifestarle la llamada y los caminos de
Dios, y para protegerle contra el mal» (n. 1962).
Cuando asevera la Virgen «que en cualquier momento
puede llegar el Juicio de Dios», nos está
recordando el juicio particular, que, en las catequesis clásicas, se encontraba
siempre presente entre las verdades eternas, que se memorizaban con la frase
rimada: «Muerte, Juicio, Infierno y Gloria, ten cristiano en tu memoria». «Cada
hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en
un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una
purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del Cielo,
bien para condenarse inmediatamente para siempre».
San Pablo lo expone con toda claridad: «Porque es necesario que todos nosotros
seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual
reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal».
Las palabras del cardenal Newman son estremecedoras, pero muy ciertas, y sirven
para conmover a tantas almas dormidas: «Cada uno de nosotros ha de llegar a ese
momento terrible en que compareceremos ante el dueño de la viña para responder
de las obras realizadas en la Tierra, buenas o malas. Queridos hermanos,
habréis de pasar por ello. Cada uno ha de sufrir su juicio particular, y será
el momento más silencioso y terrible que jamás hayáis podido experimentar. Será
el momento tremendo de la expectación, en el que vuestra suerte para la
eternidad estará en la balanza y estaréis a punto de ser enviados en compañía
de los santos o de los demonios, sin que quede posibilidad de cambio. No puede
haber cambio; no cabe vuelta atrás».
En ese instante supremo, no hemos de temer si aquí hemos sigo
amigos del «Amigo que nunca falla», el Corazón de Jesús, además de contar con
la mediación de la Virgen Santísima, Madre de Dios y Madre nuestra, quien
estará presente también como Abogada, según rezamos en la Salve: «Ea, pues,
Señora, Abogada nuestra; vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos».
(1) Mt 16, 24-25; cf. Mc 8,
34; Lc 9, 23.
(2) Sto. Tomás, Suma Teológica, III, q. 85, a. 1, ad 3.
(3) Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1022).
(4) 2 Co 5, 10.