MENSAJE DEL DÍA 25 DE MARZO DE 1982
EN SAN LORENZO DE EL ESCORIAL (MADRID)

LA VIRGEN:

Hija mía, los humanos no dejan de ofender a Dios. Pedid al Padre Eterno que detenga su ira. El mundo está lleno de pecados y la divina ira está muy próxima a caer sobre toda la Humanidad; pedid que se detenga. Habrá grandes sequías, terremotos, huracanes y erupciones sobre todos los habitantes de la Tierra. Pedid, hijos míos. Haced penitencia por los que no la hacen, pedid al Padre Eterno que detenga su brazo, que tenga misericordia de todos los humanos.

Los hombres no dejan de cometer pecados de impureza, de profanar el Cuerpo de Cristo. Haced penitencia. Rezad el santo Rosario. No tienen compasión de mi Divino Hijo. Su Corazón sangra por todos los pecadores; tened piedad de Él, hijos míos. Pedid misericordia para todos los pecadores. No quiero que os condenéis... (Aquí, durante algunos minutos, habla un idioma extraño).

Este idioma, hijos míos, no lo entenderá nadie; es celestial. Mis avisos corren mucha prisa, hijos míos, cumplid con mis mensajes, confesad vuestras culpas; estad preparados para el día del Juicio de las naciones. Mi Corazón Inmaculado está dolorido de tantas ofensas hechas a mi Hijo. Haced penitencia. Sed humildes. Las moradas están preparadas. Es vuestra herencia y la conseguiréis con oración y sacrificio. Quitad un poco de agonía a mi Hijo con vuestra oración y penitencia. ¡Qué ingratos sois los humanos! No correspondéis al dolor del Corazón de vuestra Madre Inmaculada. Di a todos que se arrepientan; que pidan perdón; que procuren estar en gracia de Dios el día del gran Castigo; será horrible; se oirán sonidos tan terribles que parecerá el fin del mundo, pero los corazones de los humanos seguirán endurecidos; no querrán ver ni oír. ¡Qué ingratos sois! ¡Qué pena me dais!

Adiós, hija mía. La humildad es una base muy principal para llegar al Cielo.


COMENTARIO A LOS MENSAJES
25-Marzo-1982

Seleccionamos algunos fragmentos de este mensaje en el que sólo interviene la santísima Virgen:

«Hija mía, los humanos no dejan de ofender a Dios (...). El mundo está lleno de pecados (...). Haced penitencia por los que no la hacen, pedid al Padre Eterno que detenga su brazo, que tenga misericordia de todos los humanos.

Los hombres no dejan de cometer pecados de impureza, de profanar el Cuerpo de Cristo».

¡Cuánto debe doler el pecado al Señor y al Corazón Inmaculado de su Madre! Muestra una vez más lo que significa como ofensa a Dios y propone de nuevo el remedio: la penitencia por los pecados, en especial por los de aquellos que no los reparan. Señala en esta ocasión dos tipos de pecado: la impureza y las profanaciones de la Eucaristía.

La impureza es, desde luego, un pecado deplorable ante los ojos de Dios; tiene varios aspectos: impureza del cuerpo, del corazón, de la mente...; todo ello conlleva una ofensa a Dios, aunque entendemos que aquí se refiere a los pecados cometidos contra el sexto mandamiento de la Ley de Dios, por los que san Pablo advierte enérgicamente: «...mortificad vuestros miembros terrenos: fornicación, impureza, pasiones, malos deseos y la codicia, que es una idolatría» (Col 3, 5). Ante semejante mal, san Bernardo exhorta: «A la impureza debemos poner el remedio de la oración. Como los ojos de los siervos están pendientes de las manos de sus señores, así debemos mirar al Señor Dios nuestro, hasta que tenga piedad de nosotros. Sólo Él es purísimo y sólo Él puede limpiar a quien ha sido concebido en pecado. Además, contra nuestros pecados instituyó el remedio de la Confesión, pues este Sacramento todo lo lava».(1)

La profanación de la Eucaristía es un pecado de especial gravedad, al tratarse del mismo Señor, que está presente con su cuerpo, sangre, alma y divinidad en cada Hostia consagrada. Si se adquiriera conciencia de que, bajo las especies de pan y vino, se encuentra el mismo Jesucristo vivo, real y resucitado, apreciaríamos sobremanera el Santísimo Sacramento, lo recibiríamos con más fervor y devoción al comulgar, y le tributaríamos el culto de alabanza y adoración que se merece; nos causarían profunda pena las profanaciones cometidas contra Él y procuraríamos repararlas de algún modo. Si entendemos profanar según el significado primero de este verbo, se refiere la Virgen al trato de las cosas sagradas sin el debido respeto; más concretamente, parece que habla del Cuerpo de Cristo, la Eucaristía, cuando es profanada al recibirla en pecado mortal.

«Las moradas están preparadas. Es vuestra herencia y la conseguiréis con oración y sacrificio».

Estas moradas son, sin duda, los distintos niveles de gloria que se dan en el Cielo; diferentes a las que explica santa Teresa de Jesús en su obra del mismo nombre: Las moradas o Castillo interior, donde trata de los diferentes grados que el alma va alcanzando en la vida interior, según su respuesta a la acción divina. Sobre los distintos grados de gloria, escribe santo Tomás de Aquino, citando el Evangelio de san Juan (14, 2): «"En la casa de mi Padre hay muchas moradas", que, como señala san Agustín, significan distintas dignidades de méritos en la vida eterna. Pero la dignidad de vida eterna, que se da por los méritos, es la bienaventuranza misma. Luego hay diversos grados de bienaventuranza, y no todos tienen igual bienaventuranza».(2)

Jesús nos descubre la Sabiduría, enseñándonos que en el conocimiento de su Padre está el secreto del amor, que es condición indispensable para vivir la ley perfecta: la Ley de la caridad. El Padre nos ama infinitamente y nos ha dado a su Hijo, según las palabras de san Juan, que están entre las más bellas y sublimes de la Sagrada Escritura: «...tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). Jesús no quiere guardarse para Él solo la Casa de su Padre; nos hace saber que hay allí muchas moradas, una para cada uno de nosotros. En esta línea, se encuentra la oración que se viene rezando al final de cada misterio en Prado Nuevo: «¡Oh Padre Eterno, Tú que eres Creador del mundo y del hombre, por tu inmenso poder, no permitas que la serpiente maligna se apodere astutamente de las almas que Tú has creado! Por el Divino Corazón de Jesús, por el Inmaculado Corazón de María, danos la herencia que nos tienes preparada en las moradas celestiales...».

«Quitad un poco de agonía a mi Hijo con vuestra oración y penitencia. ¡Qué ingratos sois los humanos! No correspondéis al dolor del Corazón de vuestra Madre Inmaculada».

Jesús en Getsemaní pasó por una terrible agonía, que significó el comienzo de su Pasión. Mientras la Humanidad permanezca en toda clase de vicios y pecados, el Señor seguirá padeciendo por nosotros, pecadores, que si le ofendemos con nuestros pecados y los cargamos sobre sus hombros benditos, asimismo podemos aliviar sus penas, especialmente con la oración y la penitencia, como propone la Virgen en el mensaje.

Otro aspecto que destaca en estas últimas líneas es la «ingratitud» o «desagradecimiento, olvido o desprecio de los beneficios recibidos», según la acepción de la palabra, y que tanto aflige a los Sagrados Corazones de Jesús y de María. Contrasta con la «gratitud», que es el «sentimiento que nos obliga a estimar el beneficio o favor que se nos ha hecho o ha querido hacer, y a corresponder a él de alguna manera». ¡Cuántos beneficios innumerables hemos recibido de Ellos, que son muestra de su gran amor por las almas! ¿Cómo correspondemos a tantas gracias que diariamente nos son otorgadas por el Señor y su Madre bendita? Nuestra vida debería ser un agradecimiento continuo a Dios; llevémoslo a cabo con la oración, especialmente la Santa Misa, ya que Eucaristía quiere decir, precisamente, «acción de gracias», siendo la mejor entre todas las que podemos ofrecer; también, con la propia vida, entregándonos en cuerpo y alma a nuestra vocación en la Iglesia, ofreciendo cualquier cosa para glorificar al Señor, conforme a la exhortación de san Pablo: «Por tanto, ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Co 10, 31).

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(1) - Hom. en la festividad de Todos los Santos, 1,13.

(2) - Suma Teológica, I-II, q. 5, a. 2, 3.

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