MENSAJE DEL DÍA 23 DE OCTUBRE DE 1983
EN PRADO NUEVO DE EL ESCORIAL (MADRID)
LA VIRGEN:
Os pido, hijos míos, la salvación de las almas. Hijos míos, si no hacéis sacrificio y oración, no podréis salvar vuestra alma, hijos míos. Con sacrificio y con oración, se puede salvar a toda la Humanidad, hijos míos.
Os bendigo, hijos míos, como el Padre os bendice por medio del Hijo y del Espíritu Santo.
Adiós.
COMENTARIO A LOS MENSAJES
23-Octubre-1983
«Os pido, hijos míos, la salvación de las
almas. Hijos míos, si no hacéis sacrificio y oración, no podréis salvar vuestra
alma (...). Con sacrificio y con oración, se puede salvar a toda la Humanidad
(...).
Os bendigo, hijos míos, como
el Padre os bendice por medio del Hijo y del Espíritu Santo. Adiós» (La
Virgen).
Estamos ante uno de los mensajes de Prado Nuevo más breves; lo transcribimos, por ello, completo.
El tema del mensaje muestra una preocupación principal de la Virgen: la salvación de las almas; objetivo que debería ser también primordial en nuestras vidas. Ésta es, precisamente, la misión de la Iglesia Católica según el Concilio Vaticano II: «La misión de la Iglesia tiende a la salvación de los hombres, que se consigue por la fe en Cristo y por su gracia»(1); señalando en otro documento que la Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia, «según el plan prudente de Dios» y «cada uno según su carácter, y bajo la acción del único Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas»(2). Y es que, según manifiesta san Pablo en su Primera Carta a Timoteo, «Dios, nuestro Salvador, (...) quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad»(3).
¡Qué poco se habla hoy de la salvación eterna! ¿Cuántas veces se trata este tema trascendental en las homilías, catequesis...? En cambio, siempre ha sido uno de los puntos más resaltados en los sermones de toda la vida y en las palabras de los santos. El mismo Jesucristo, cuando expone lo necesario para seguirle, dice solemnemente: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo y tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la hallará. Y ¿qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde el alma?»(4). Esta última pregunta era la que hacía san Ignacio de Loyola cuando quería atraer a san Francisco Javier para que siguiera la vocación sacerdotal, tocándole finalmente el corazón. Tanto vale salvar un alma que llega a decir la Carta de Santiago: «Si alguno de vosotros, hermanos míos, se desvía de la verdad y otro le convierte, sepa que el que convierte a un pecador de su camino desviado, salvará su alma de la muerte y cubrirá multitud de pecados»(5). ¡Cuánto nos hemos de animar, pues, a trabajar por la salvación del prójimo! Es un ideal cristiano que nunca pasará de moda, por más que hoy día se predique tan poco, siendo de tanta trascendencia. ¡Qué bellamente lo dice la poesía clásica atribuida a Campoamor!:
«La ciencia más consumada
es que el hombre bien acabe,
porque al fin de la jornada,
aquél que se salva sabe,
y el que no, no sabe nada».
La salvación de las almas: ¡qué importante y trascendental tarea! Debe ser para nosotros, desde luego, una ocupación primordial: buscar la propia salvación y tener un celo constante por la salvación eterna de nuestros hermanos. En la vida de los santos se ve con toda claridad que es una preocupación constante. La gran santa de Ávila, santa Teresa de Jesús, desgastó su vida por amor a Dios y al prójimo, procurando conducir a las almas hacia la eterna salvación: «Y así me acaece, que cuando en las vidas de los santos leemos que convirtieron almas, mucha más devoción me hace y más ternura y más envidia, que todos los martirios que padecen (por ser ésta la inclinación que Nuestro Señor me ha dado), pareciéndome que precia más un alma que por nuestra industria y oración le ganásemos, mediante su misericordia, que todos los servicios que le podemos hacer»(6).
Aunque la salvación de las almas es el Señor quien la concede, existe la libertad de cada alma para aceptar o no ese regalo inmenso. La colaboración humana es, pues, imprescindible, como confirma la famosa sentencia de san Agustín: «El que te creó sin ti, no te salvará sin ti»(7).
Por otra parte, hay que señalar que en este trascendental negocio de la salvación eterna no basta iniciar el camino, sino que es preciso culminarlo hasta la meta, que es el Cielo. Por este motivo, Jesús en el Evangelio advierte: «¡Qué estrecha la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida!» (Mt 7, 14). Por esto mismo, Jesús en el Evangelio asegura: «...el que persevere hasta el fin, ése se salvará»(8). En el camino que conduce a la Gloria es fundamental, pues, practicar la virtud de la perseverancia, que inclina al hombre a luchar hasta el fin, y modera cierta clase de pasiones, como el temor a la fatiga o el desfallecimiento causado por la larga duración(9).
Terminamos con el siguiente pensamiento de san Roberto Belarmino, doctor de la Iglesia, que sirva para meditación por su profundidad: «Si juzgas rectamente, comprenderás que has sido creado para la gloria de Dios y para tu eterna salvación. Comprenderás que éste es tu fin, que éste es el objetivo de tu alma, el tesoro de tu corazón. Si llegas a este fin serás dichoso, si no lo alcanzas serás un desdichado»(10).
[1]
Apostolicam Actuositatem, 6.
[2]
Dei Verbum, 10.
[3]
1 Tm 2, 3-4.
[4]
Mt 16, 24-26.
[5]
St 5, 19-20.
[6]
Fundaciones I, 7.
[7]
Sermón 169.
[8]
Mt 10, 22; cf. Mt 24,
13; Mc 13, 13.
[9]
Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 137, a. 2, ad
2.
[10]
Trat. sobre la ascensión de la mente a Dios, grado 1.