"Yo prometo a todo el que rece el Santo Rosario diariamente y comulgue los primeros sábados de mes,
asistirle en la hora de la muerte.
"
(El Escorial. Stma. Virgen, 5-03-82)

"Todos los que acudís a este lugar, hijos míos, recibiréis gracias muy especiales en la vida y en la muerte."
(El Escorial. El Señor, 1-1-2000)

MENSAJE DEL DÍA 23 DE JULIO DE 1983

EN PRADO NUEVO DE EL ESCORIAL (MADRID)

     LA VIRGEN:

     Mira, hija mía, mira cómo han dejado los pecados de los hombres, en qué lugar han dejado a mi Hijo, mira cómo está su cuerpo... (Luz Amparo llora ante esta visión). Para que digan los humanos que mi Hijo no sufre, hija mía; mi Hijo está con la Cruz diariamente por la salvación de toda la Humanidad.(Luz Amparo ve cómo los ángeles depositan en el regazo de la santísima Virgen el cuerpo llagado del Señor).

     Quiero, hijos míos, que se haga una capilla en este lugar, en honor a mi nombre, hijos míos, pero no me hacen caso los humanos. Quiero que se medite la Pasión de Cristo, está completamente olvidada, hija mía. Seguid rezando, hijos míos, el tiempo se aproxima y los hombres no dejan de ofender a mi Hijo. El Padre Eterno está enfadado; implorad al Padre, hijos míos, que tenga misericordia de la Humanidad, porque, de un momento a otro, va a descargar su ira, hijos míos.

     Sed humildes como vuestra Madre fue humilde, y sed puros como vuestra Madre fue pura también, hijos míos. No os riáis de los mensajes de vuestra Madre; de un momento a otro va a llegar el Castigo, hijos míos, y los hombres no dejan de ofender a Dios; ¡qué crueles son, hija mía!, no hacen caso; me manifiesto en tantos lugares, pero qué poco caso hacen a mis avisos, hija mía; no hacen caso a los avisos de su Madre.

     Besa el suelo, hija mía... Esto lo haces por las almas consagradas, ¡las amo tanto, hija mía!, ¡y cuántas almas consagradas se han retirado del camino de Cristo y se han introducido en la vida de placeres, hija mía! Besa el suelo en reparación de sus pecados... Nunca, hija mía, te avergüences de la humillación; todo el que se humille será ensalzado, hija mía. Este acto de humildad sirve en reparación de todos los pecados del mundo, de las almas consagradas, hija mía. ¡Pobres almas, hija mía! Se han oscurecido sus mentes y se ha metido el demonio para llevarlos por el camino de la perdición, hija mía. ¡Qué oscuras están sus mentes, hija mía; pobres almas!

     Tened presente que el enemigo está entre los cuatro ángulos de la Tierra para apoderarse del mayor número de almas; por eso os pido, hijos míos: con el sacrificio y con la oración podéis ayudar a esas pobres almas, para que no se condenen, hija mía.

     Pensad que el mundo pasa, que la Tierra no vale para nada; pero que las moradas están preparadas para todo el que quiera seguir a mi Hijo, hijos míos. Coged la Cruz de Cristo y cargárosla; pero no os quejéis cuando llevéis esa cruz; hacedlo con humildad, y que vuestra cara no demuestre el sufrimiento, hijos míos. Sed humildes; humildad, hijos míos, para poder conseguir las moradas. La lucha del enemigo también está próxima, hijos míos.

     Estad sellados con el número de María Inmaculada, de vuestra Madre María Inmaculada. No os dejéis sellar por el número del enemigo, que es el 666. El enemigo está en la lucha, hijos míos, está entre vosotros; retiraos de aquéllos que os quieran llevar por el camino de la perdición, hijos míos; sed discípulos, hijos míos, no seáis herodes. Humildad es lo que pido y sacrificio; haced, hijos míos, penitencia y acercaos al camino de vuestro Padre Celestial; ese camino es el de las espinas, hijos míos. Satanás os lleva al camino de la “felicidad”, hijos míos; no os vayáis por el camino de las rosas, coged las espinas, porque el enemigo os quiere confundir. Sed humildes, hijos míos, y seguid rezando el santo Rosario. Pero también os pido que muchos de aquí presentes no os habéis acercado al sacramento de la Confesión, hijos míos. Si no os habéis acercado a ese sacramento, no os salvaréis. Bienaventurados aquéllos que cumplen los diez mandamientos de la Ley de Dios.

     También os pido que hagáis vigilias, hijos míos, en reparación de esas almas que no han conocido a mi Hijo.

     Yo os bendigo, hijos míos, como el Padre os bendice por medio del Hijo y con el Espíritu Santo.

     Sacrificios, hijos míos, sacrificios pide vuestra Madre; no os riáis, hijos míos. Cuando os presentéis ante el Padre, que los ángeles no os rechacen. Sí, humildad es lo que pido, con el sacrificio y con la caridad.

     Adiós, hijos míos.


COMENTARIO A LOS MENSAJES

23-Julio-1983

 

     «Mira, hija mía, mira cómo han dejado los pecados de los hombres, en qué lugar han dejado a mi Hijo, mira cómo está su cuerpo... (Luz Amparo llora ante esta visión). Para que digan los humanos que mi Hijo no sufre, hija mía; mi Hijo está con la Cruz diariamente por la salvación de toda la Humanidad» (La Virgen).

 

     ¡Cuántas veces se ha dicho que Dios no sufre! Se ofrecen para ello distintas razones: que Dios es inmutable, que no le afecta lo que pueda hacerle una criatura, que está gozando en la Gloria, etc. Pero la experiencia de las almas santas, que son quienes mejor conocen a Dios, nos dice lo contrario; al Señor sí le afectan nuestras acciones: si son virtuosas, para alegrar su Corazón; si conculcan sus mandamientos, para herirle. Por ello se lamenta la Virgen: «Para que digan los humanos que mi Hijo no sufre...».

     Recientemente, el papa Benedicto XVI se refería al «realismo que anuncia un Dios que se ha hecho hombre —un Dios, por tanto, profundamente humano, un Dios que también sufre con nosotros, que da un sentido a nuestro sufrimiento— es un anuncio con un horizonte más amplio, que tiene más futuro»; para terminar subrayando que «un Dios humano, un Dios que sufre con nosotros es más convincente, más verdadero, y brinda una ayuda más grande para la vida»(1). No es la primera vez, por cierto, que el Pontífice actual habla del sufrimiento de Dios de forma tan clara.

       «Besa el suelo, hija mía... Esto lo haces por las almas consagradas, ¡las amo tanto, hija mía!, ¡y cuántas almas consagradas se han retirado del camino de Cristo y se han introducido en la vida de placeres, hija mía! Besa el suelo en reparación de sus pecados... Nunca, hija mía, te avergüences de la humillación; todo el que se humille será ensalzado(2), hija mía. Este acto de humildad sirve en reparación de todos los pecados del mundo, de las almas consagradas» (La Virgen).

       Besar el suelo será considerado por algunos como un acto fanático; para otros, incluso, como algo que atenta contra la dignidad de la persona; etc. Pero quienes verdaderamente viven el Evangelio sintonizarán con esta práctica, verán en ella un modo de humillación, de la que tanto necesitamos para adquirir humildad; muchas veces será un acto privado que quedará oculto a los ojos de los hombres, pero no ante el Señor, que todo lo ve: «...entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6, 6).

     En este sentido, nos han dado ejemplo los santos, que no se han movido por respetos humanos. Así, a Bernadette Soubirous no le importó que la criticasen, hasta calificarla de loca, cuando la Señora de Massabielle, el 25 de febrero de 1858, le pidió que besara la tierra como penitencia por los pecadores. La niña se arrodilló realizando lo que la Virgen le indicaba, ofreciéndonos a nosotros un ejemplo de sencillez evangélica, tan lejos de los arrogantes y autosuficientes, que desprecian semejantes actos de humildad.

     El que algunas almas consagradas se hayan «retirado del camino de Cristo y se han introducido en la vida de placeres», es una triste realidad. El poder seductor de la tentación es muy fuerte y arrastra a no pocas de esas almas; por este motivo, es constante la preocupación de los Corazones de Jesús y de María por sus almas consagradas, y expresada en los mensajes de Prado Nuevo. Esta misma doctrina la acaba de exponer el papa Benedicto XVI, con claridad y profundidad, a un grupo de diáconos el día de su ordenación sacerdotal; trascribimos un fragmento de la excelente homilía que pronunció en la Basílica de San Pedro (Roma):

     «Por una parte exclamamos con alegría, como san Juan en su primera Carta: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!”; y, por otra, constatamos con amargura: “El mundo no nos conoce porque no lo conoció a Él” (1 Jn 3, 1). Es verdad, y nosotros, los sacerdotes, lo experimentamos: el “mundo” —en la acepción que tiene este término en san Juan— no comprende al cristiano, no comprende a los ministros del Evangelio. En parte porque de hecho no conoce a Dios, y en parte porque no quiere conocerlo. El mundo no quiere conocer a Dios, para que no lo perturbe su voluntad, y por eso no quiere escuchar a sus ministros; eso podría ponerlo en crisis.

     Aquí es necesario prestar atención a una realidad de hecho: este “mundo”, interpretado en sentido evangélico, asecha también a la Iglesia, contagiando a sus miembros e incluso a los ministros ordenados. Bajo la palabra “mundo” san Juan indica y quiere aclarar una mentalidad, una manera de pensar y de vivir que puede contaminar incluso a la Iglesia, y de hecho la contamina; por eso requiere vigilancia y purificación constantes. Hasta que Dios no se manifieste plenamente, sus hijos no serán plenamente “semejantes a Él” (1 Jn 3, 2). Estamos “en” el mundo y corremos el riesgo de ser también “del” mundo, mundo en el sentido de esta mentalidad. Y, de hecho, a veces lo somos. Por eso Jesús, al final, no rogó por el mundo —también aquí en ese sentido—, sino por sus discípulos, para que el Padre los protegiera del maligno y fueran libres y diferentes del mundo, aun viviendo en el mundo (cf. Jn 17, 9.15)» (3-mayo-2009).



[1] Entrevista durante el Viaje apostólico a Camerún y Angola, 17-3-2009.

[2] Cf. Mt 23, 12; Lc 14, 11; 18, 14; 1 P 5, 6.