LUZ AMPARO: ¡Qué bella vienes!...
LA VIRGEN: Mira, hija mía, hoy vengo con el manto de oro de tantas y tantas avemarías que he recibido de este lugar. Por eso te digo, hija mía, ¿ves cómo hay muchas almas que me aman? Todas las avemarías están recogidas, para cada uno colocarlas, los ángeles, en el lugar que le corresponde en la eternidad.
EL SEÑOR: Es una riqueza la oración. Pero la oración sin la obra no es nada. Hay muchos que mueven los labios y no mueven el corazón, hija mía. Hay que mover los labios, para mover el corazón. Por eso he pedido obras de amor y misericordia; porque todas estas almas, la riqueza de su oración las ha llevado a la acción. La oración sin obras no sirve. Un alma que ora y odia no puede servirle la oración. La oración sirve para amar, para ayudarse unos a otros, para comprenderse; pero aquel que se da muchos golpes de pecho y luego ve a su hermano, que está desamparado y triste, y le dice: Dios te ampare, ¿de qué le sirve la oración al hombre, si su corazón está paralizado? Y también quiero que vuestras obras no las pongáis al son de trompeta: que lo que vuestra mano derecha haga, no lo sepa vuestra izquierda. Te lo he dicho, hija mía, que muchas almas se quedan sólo en el tiempo, porque les gusta que se vean sus obras. Por eso os digo, hijos míos: todo el que quiere seguirme no tiene que ser halagado ni buscar glorias en la Tierra. Buscad la eternidad. Pero, ¡ay, de todos aquellos que os gusta que os recreen los oídos con lo que hacéis; son obras muertas! Dejaos reprender, hijos míos.
Tú, hija mía, quiero que obres con sencillez, con naturalidad. Cuánto me gusta que te acerques a nuestros Corazones. Tú, hija mía, di las cosas, grítalas, para que las almas no estén engañadas. Me gustan las almas sencillas, las almas naturales. Grita lo que Yo te digo, te buscarás enemistades, pero no perderás mi amistad, hija mía. Sé sencilla. Aprende a ser humilde. Bienaventurados los que se humillan, porque ellos serán ensalzados. Ama a los que te persigan, hija mía. Ora mucho y quiere mucho a los que te odian. Yo, por decir la verdad, hija mía, fui a la Cruz; mi verdad fue mi crucifixión. Por eso tuve tantos enemigos, por decir la verdad. Pero Yo soy el camino, la verdad y la vida; y el que hace lo que Yo le enseño y camina por donde Yo camino, no será abandonado de mi gracia.Orad, hijos míos, por los pobres pecadores. Qué tristeza siente mi Corazón cuando los pecadores se alejan y me rechazan, pero qué alegría cuando vuelven arrepentidos a mi regazo. Grita que Yo soy un padre tierno que espera a sus hijos, para abrazarlos y perdonar todas sus miserias. Sí, hija mía, aunque sus pecados sean gordos, mi amor es grande para todo aquel que se arrepienta.
Acudid a este lugar, hijo míos, y orad con devoción. Aprended a amar a la Iglesia. Acercaos a la Eucaristía, pero antes pasad por el sacramento de la Penitencia; el que come mi pan y bebe mi sangre tendrá vida eterna. Amaos los unos a los otros, hijos míos. Sed pacientes unos con otros; ese es el mandamiento más importante, hijos míos: el que os améis unos a otros. Padres, educad a vuestros hijos, enseñadles que no sólo de pan vive el hombre, que tienen que alimentarse de la palabra de Dios. Si aman a Dios, hijos míos, os respetarán y os amarán a vosotros. Rezad el Rosario en familia, no os acostéis ni una sola noche sin rezar esta plegaria tan hermosa: Dios te salve, María, llena de gracia, el Señor es contigo, bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre. Ahí está la Madre y el Hijo, los dos participaron en la Redención. Y el que ama a María, ama a Jesús. María y Jesús son un Corazón. Por eso quiero que se la conozca como Madre de todos los pecadores. Mi Madre tiene el Corazón tierno, tan tierno como un niño chiquitito, y os ama tanto que le he dado poder para aplastar la cabeza del Dragón, para estar en la puerta del Cielo y como refugio de los pecadores.
LA VIRGEN: Tú, hija mía, protégete bajo este manto, será tu alivio y tu fortaleza. Protegeré a todos los tuyos y, sobre todo, hija mía, para que entren en el Cielo. Esto no quiere decir que dejes de sufrir, hija mía; tu misión es sufrir, desde que naciste, pero mi protección nadie te la quitará, hija mía. Los hombres cambian pero Yo no cambio. Yo te escogí como instrumento de mi Obra para que hagas este trabajo, y te he ido puliendo, hija mía, en dolores y sufrimientos, calumnias, desalientos, pero ése es el Cielo, hija mía.
LUZ AMPARO: Yo te pido, Madre mía, por todos mis hijos, por todos los pecadores del mundo, y amo a todos los que me odian y haré sacrificio por todos los que me calumnian.
EL SEÑOR: Madres, luchad por vuestros hijos, pedid por ellos. Las madres que sean leales se salvarán por los hijos. Te dije, hija mía, en una ocasión, que la madre asciende o desciende como el hijo. Procurad, madres, hacer oración por ellos y darles buenos ejemplos. Pero tampoco os dejéis, aquellas madres, arrastrar por vuestros hijos; pedid por ellos.
Ora por la Iglesia, hija mía, la Iglesia está en Getsemaní, y el mundo está cada vez pero, aunque los hombres no quieren ver la situación del mundo. Ama mucho, hija mía, por eso tu corazón se dilata, por el amor que tienes, hija mía; has sido como una gallina que protege a sus polluelos. Tu vida la has basado en tus polluelos, hija mía, y aunque hayas recibido sinsabores, también has recibido alegrías, hija mía. Yo pongo a prueba las almas, para ver hasta dónde son capaces de no dejarse engañar y de no dudar nunca de la palabra de Dios. Pero el Demonio es muy astuto, no duerme, hija mía, y está siempre maquinando a ver cómo puede hacer ver lo que no es, hija mía. A veces son pruebas dolorosas, pero el alma víctima tiene que pasar por todas esas pruebas, hija mía. Ora y nunca te abandones, hija mía, te pase lo que te pase; no te desanimes, sigue adelante. El tiempo aquí no va a ser largo, hija mía, y allí es la eternidad. No cambies esto por aquello.
LUZ AMPARO: ¡Ay, qué felicidad!...
EL SEÑOR: Has sentido la felicidad. Bebe unas gotas del cáliz del dolor. (Luz Amparo coge en el aire el cáliz, bebe y tose mientras traga). Está amargo, hija mía, pero éste es el camino de la reparación. Ahora vas a escribir en el Libro de la Vida diez nombres; escógelos tú. (Luz Amparo, coge algo con la mano derecha y durante un par de minutos, traza signos en el aire de derecha a izquierda). No se borrarán jamás estos nombres, hija mía, están escritos en el Libro de la Vida, en recompensa a tu dolor, a tu sufrimiento, a las calumnias, a las persecuciones. ¡Ves cómo recompenso, hija mía!
LUZ AMPARO: Gracias, Señor.
EL SEÑOR: ¡Cuántos miles de almas se han salvado, hija mía! ¡Cuántos frutos! ¡Qué alegría sienten nuestros Corazones por todas estas almas que han llegado a lugares como éste, hija mía, porque han aprendido a orar y amar a la Iglesia!
LUZ AMPARO: ¡Ay, cuántas, Señor,... gracias! ¡Gracias, Señor! ¡Oy, cuántas almas! ¡Ay, cuántas! ¡Qué grandeza, Dios mío! Gracias, Señor, gracias.
EL SEÑOR: Todos son bienaventurados. Esta recompensa es la que te tiene que animar, hija mía. ¡Adelante! Oración y amor, hija mía.
Seguid luchando. Y también derramaré muchas gracias sobre todo aquel que colabore en esta misión.
LA VIRGEN: Levantad todos los objetos; todos serán bendecidos con bendiciones especiales para los pobres pecadores.
Os bendigo, hijos míos, como el Padre os bendice por medio del Hijo y con el Espíritu Santo.
Gracias, hijos míos, por todas vuestras oraciones.
COMENTARIO A LOS MENSAJES
2-Junio-2001
En el mes dedicado al Rosario, exponemos el comentario a un mensaje cercano en el tiempo, que hace referencia a esta devoción tan valiosa.
¡Qué bella es la oración del avemaría, y cuánto les agrada al Señor y a la Virgen! Por eso, no es extraño que María viniese, aquel primer sábado de junio, revestida de un manto dorado, símbolo del gozo que experimenta cuando pronunciamos con insistencia tan hermosa salutación mariana: «Mira, hija mía, hoy vengo con el manto de oro de tantas avemarías que he recibido de este lugar» (2-6-2001). El mismo Señor la recita ya avanzado el mensaje, cuando recomienda rezar el Rosario en familia, como homenajeando merecidamente a su Madre.
El avemaría es una oración divina, celestial, angélica, evangélica y eclesial, pues su origen es del Cielo, su comienzo fue pronunciado por el arcángel san Gabriel, aparece en los Evangelios y la Iglesia sugirió la parte final al proclamar a Santa María Madre de Dios en el Concilio de Éfeso (a. 431). Dice el Beato Alano de la Rupe con belleza y solemnidad: «Por la salutación angélica Dios se hizo hombre, una virgen se convirtió en Madre de Dios, las almas de los justos fueron liberadas del limbo, se repararon las ruinas del cielo y los tronos vacíos fueron de nuevo ocupados, el pecado fue perdonado, se nos devolvió la gracia, se curaron las enfermedades, los muertos resucitaron, se llamó a los desterrados, se aplacó la Santísima Trinidad y los hombres obtuvieron la vida eterna. Finalmente, la salutación angélica es el arco iris, la señal de la clemencia y de la gracia dadas al mundo por Dios»(2).
De manera que el avemaría encierra tanta sublimidad y produce tantos frutos, que hemos de ser constantes en rezarla entrelazada en esa corona de cincuenta rosas que es el Rosario. «Rezad el Rosario en familia, no os acostéis ni una sola noche sin rezar esta plegaria tan hermosa», recomendaba el Señor en este mensaje. Es, desde luego, su oración predilecta, lo mismo que de su Madre, como han confirmado en diferentes mensajes: «El santo Rosario es lo que más me agrada; mi Rosario, hija mía. Yo quiero que recen mi plegaria preferida» (la Virgen, 15-1-1982). Palabras semejantes han resonado en la voz del Papa actual, ya desde el comienzo de su pontificado: «El Rosario es mi oración predilecta. ¡Plegaria maravillosa! Maravillosa en su sencillez y en su profundidad»(3). Y más recientemente en su carta apostólica Rosarium Virginis Mariae. Con el rezo del Rosario, «el pueblo cristiano —escribe el Papa— aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor. Mediante el Rosario, el creyente obtiene abundantes gracias, como recibiéndolas de las mismas manos de la Madre del Redentor»(4).
Todo esto coincide con una preciosa revelación de la Santísima Virgen a santo Domingo de Guzmán: «Hijo mío —le dijo—, no te sorprendas de no lograr éxito en tus predicaciones, porque trabajas en una tierra que no ha sido regada por la lluvia. Recuerda que, cuando Dios quiso renovar al mundo, envió primero la lluvia de la salutación angélica. Así se renovó el mundo. Exhorta, pues, a las gentes en tus sermones a rezar el Rosario, y recogerás grandes frutos para las almas»(5). De ahí la importancia de no separar al Señor y a su Madre en la devoción, lo cual no pocas veces, por desgracia, se ha tratado de inculcar al pueblo sencillo, menospreciando y ridiculizando sus prácticas marianas. Por eso mismo, el Señor en este mensaje, tras recitar Él mismo el avemaría, señala: «Ahí está la Madre y el Hijo, los dos participaron en la Redención. Y el que ama a María, ama a Jesús. María y Jesús son un Corazón».
Es, por otra parte, interesante la doctrina expuesta en los primeros párrafos del mensaje sobre la oración y las obras o acción, y la oración unida a la caridad con el prójimo, que establece coincidencias con los Evangelios y otros libros del Nuevo Testamento: «La oración sin obras no sirve. Un alma que ora y odia no puede servirle la oración (...) aquél que se da muchos golpes de pecho y luego ve a su hermano que está desamparado y triste y le dice: "Dios te ampare", ¿de qué le sirve la oración al hombre si su corazón está paralizado?». Esto último es una clara concordancia con lo que Santiago expone en su carta en el capítulo dos, donde confirma, con la más viva elocuencia, que la fe obra por la caridad, según enseña también san Pablo en Gálatas (5, 6). Por lo cual, hemos de ser capaces de infundir en nuestros corazones una auténtica oración, que nos impulse a ejercer con los hermanos obras de amor y misericordia, para no anquilosarnos paralizados por el egoísmo. No podemos olvidar, con san Juan de la Cruz, que «al atardecer de la vida nos examinarán del amor»; es decir, de cómo ha "funcionado" nuestro corazón en la práctica de la caridad: amor a Dios y amor al prójimo. Cabe citar aquí las palabras del discurso escatológico de Cristo, cuando declara cómo los hombres serán juzgados según sus obras de misericordia, no según sus acciones excepcionales: «Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis...» (Mt 25, 35), para terminar con las consoladoras palabras que escucharán emocionados quienes así lo hayan cumplido: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).
Los catecismos han enumerado siempre las obras de misericordia (siete corporales y siete espirituales): dar de comer al hambriento... visitar al enfermo... corregir al que yerra... orar por los vivos y difuntos... ¿Cuántas obras de misericordia practicamos, queridos hermanos? ¿Nos encontramos entre aquellas almas que «la riqueza de su oración las ha llevado a la acción», según el mensaje que estamos comentando? Empecemos si no cuanto antes; la vida se nos va de entre las manos y llega la eternidad... ¿Nos presentaremos ante Dios con las manos vacías? El Rosario rezado con devoción y profundidad nos impulsará, sin duda, a practicar las buenas obras.
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(1) — El sentido de la frase es: "todos serán bendecidos para protección vuestra a través de los ángeles custodios".
(2) — De dignitate psalterii, p. 4ª, c. 49; Antonino Thomas, Rosal místico, 1ª dec., c. 3.
(3) — Juan Pablo II, 29-10-1978.
(4) — Rosarium Virginis Mariae, 1.
(5) — P. A. Spinelli, Maria Deipara Tronus Dei, c. 29, n. 38.
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