MENSAJE DEL DÍA 17 DE MARZO DE 1983
EN SAN LORENZO DE EL ESCORIAL (MADRID)

       (En su mismo domicilio, mientras conversa con unas personas extranjeras y en presencia también de algunos familiares, Luz Amparo queda estigmatizada y recibe el siguiente mensaje).

      LA VIRGEN:
      Hija mía, hija mía, sufre; sufre por la Humanidad, para que se conviertan. La ira del Padre está cerca. Haced oración; haced sacrificio por los pecadores. El mundo está en un gran peligro. Sed apóstoles de Jesucristo. Avisad a la Humanidad. Mi Hijo vendrá en una nube para juzgar a todos según sus obras.
      Publicad la palabra de Dios por todo el mundo. Llevad la luz por todos los rincones de la Tierra. Pedid que se conviertan, que el enemigo está al acecho.
      Mira, hija mía, cómo está mi Corazón por todos mis hijos. Quita una espina, hija mía; sólo una está purificada... No toques más; éstas no están purificadas.
      Escribe un nombre en el Libro de la Vida... Este nombre, hija mía, no se borrará jamás.
      Bebe del cáliz del dolor; está muy amargo... Esta amargura la siente mi Corazón por todos mis hijos, sin distinción de razas.
      Pensad que el enemigo está en los cuatro puntos de la Tierra. Seguid rezando el santo Rosario. Con el Rosario se salvarán muchas almas.
      Y tú, sé humilde. Para conseguir el Cielo hay que hacerse muy pequeño, para subir muy alto.
      Mira, hija mía, otra clase de castigo; el que va ahí es porque quiere. Estoy dando muchas oportunidades. Dios Padre dio unas reglas; el que no cumpla esas reglas, recibirá este castigo. Humildad es lo que pido y amor al prójimo; el que no ame al prójimo, no ama a Dios.
      El fin de los tiempos está muy próximo. No temáis; seguid rezando. Estando Dios con vosotros, ¿qué teméis? El que niegue a mi Hijo, el Padre le negará.
      El Padre Eterno está muy enojado; pedid al Padre Eterno, que está con los brazos abiertos.
      En muchos lugares me he aparecido, pero no hacen caso de mis avisos. No seáis herodes, sed apóstoles de los últimos tiempos.
      Adiós, hijos míos. Oración y sacrificio; con la oración y sacrificio podéis salvar muchas almas.
      Yo os bendigo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
      Adiós, hija mía.


COMENTARIO A LOS MENSAJES

17-Marzo-1983

 

     Se explica en la introducción a este mensaje: «En su mismo domicilio, mientras conversa con unas personas extranjeras y en presencia también de algunos familiares, Luz Amparo queda estigmatizada y recibe el siguiente mensaje». La estigmatización es un fenómeno provocado por el Cielo; por lo cual, se origina de modo imprevisto y en los lugares más insospechados. Esta vez, le sucede a Amparo en su propia casa de San Lorenzo de El Escorial, donde residía entonces. En los comienzos de estos hechos, le ocurrió, por ejemplo, mientras compraba el pan en el mismo lugar; era el 5 de diciembre de 1980. Así lo recuerda quien la atendió en la panadería en aquella fecha: «Pidió cinco barras como todos los días. De pronto, se apoyó en el mostrador y se puso la mano en la frente para taparse la sangre que le salía. La cogimos entre varias personas y la sentamos en un sillón. Entonces, nos dimos cuenta de que le brotaba sangre de las manos, rodillas y pies, y cuando le quitamos la mano del costado, vimos que allí también tenía sangre. De repente, se le pasó, y en pocos segundos le volvieron a repetir los mismos síntomas. Estuvo en éxtasis cerca de dos horas». (1)

 

     Los estigmas son heridas que aparecen de improviso, causando un dolor muy intenso. Se manifiestan en las manos, pies y costado; en ocasiones, también en otras partes del cuerpo, como en la cabeza, a semejanza de las que produjo la corona de espinas en el Salvador. Nos recuerdan las llagas de la Pasión de Jesucristo y son signos elocuentes de la Redención y prueba del amor infinito del Redentor; es una forma privilegiada de compartir los sufrimientos de su Pasión con estas almas elegidas, que así cumplen en ellas lo anunciado por san Pablo: «Completo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo» (Col 1, 24). Dichas almas víctimas se ordenan ante todo a salvar otras almas —como el caso de Luz Amparo—; además de esto, sus dolores soportados por amor a Dios y al prójimo van configurándolas con el Crucificado, conforme a lo dicho por el mismo Apóstol, que juzgaba todo como pérdida ante la grandeza del conocimiento de Cristo Jesús, «del poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos» hasta hacerse «semejante a Él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos» (cf. Flp 3, 8-11).

 

     En un mensaje posterior, el 5 de febrero de 1994, aludiendo a la situación del mundo, el Señor ofrecía una doctrina interesante a este propósito: «El mundo está corrompido y, a veces, hija mía, no merecería la pena salvarlo; pero por ese reducido grupo que hay de almas orantes, almas consagradas en los conventos, aquellas pocas que todavía quedan frescas y lozanas, por ese número de almas estigmatizadas que la Divina Majestad de Dios escoge para los bienes espirituales; gracias a esas almas, la Humanidad..., la Humanidad sigue viviendo en la Tierra, hija mía, si no ya se hubiera destruido el mundo. Pero Dios coge a sus almas. En cuanto hay un reducido número de almas que oren con profundidad y con amor, Dios sigue derramando gracias sobre la Humanidad».

 

     En el mensaje que encabeza este comentario explica la Virgen: «Hija mía, hija mía, sufre; sufre por la Humanidad, para que se conviertan. La ira del Padre está cerca. Haced oración; haced sacrificio por los pecadores. El mundo está en un gran peligro. Sed apóstoles de Jesucristo. Avisad a la Humanidad. Mi Hijo vendrá en una nube para juzgar a todos según sus obras».

 

     Invita, pues, a Luz Amparo a aceptar el sufrimiento, que según la explicación anterior, es señal de predilección. Pide a todos que hagamos oración y sacrificio por los pecadores, entre los que indudablemente nos encontramos; por eso, hay que llevar a cabo dichas prácticas por nuestros propios pecados, aunque tratemos de darle una dimensión universal, por toda la Humanidad.

 

     «La ira del Padre está cerca». A no pocos, incluso cristianos, les resultará extraña esta afirmación, pues lo identificarán con la ira del ser humano, que es uno de los pecados capitales; esta ira, equivalente al enojo o enfados humanos, no cabe en Dios; no puede ser utilizada como un modelo de referencia para entender la ira de Dios, por otra parte, presente en la Sagrada Escritura. Nuestros enfados —sobre todo cuando desembocan en violencia— son irracionales, están dominados por la pasión; nos perjudican a nosotros y a los que nos rodean, siendo motivo de ofensa a Dios. El iracundo manifiesta un desequilibrio que el pecado ha provocado en su interior. La ira o cólera divina no está afectada por el pecado y, por lo tanto, se encuentra bajo el dominio del amor misericordioso de Dios. Su intención es restaurar el orden dentro de la Creación.

 

     Diferentes citas bíblicas, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, corroboran las afirmaciones anteriores: «Yahveh, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad» (Ex 34, 6). «Para que Yahveh aplaque el ardor de su ira y sea misericordioso contigo» (Dt 13, 18). «Señor Dios, creador de todo, temible y fuerte, justo y misericordioso» (2 M 1, 24). «El que cree en el Hijo tiene vida eterna; el que resiste al Hijo, no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él» (Jn 3, 36). «En efecto, la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que aprisionan la verdad en la injusticia» (Rm 1, 18).

 

     Repasando las anteriores citas y otras se ve claramente a Yahveh reaccionando con ira. La ira es la reacción de Dios contra la injusticia humana y no se opone a su justicia divina; por eso, algunos textos parecen insinuar que es un componente necesario de ella (véase Sal 7, 7-12). Los escritores sagrados designan como «ira divina» el castigo sobre la injusticia grave. No es reflejo de una naturaleza divina irascible, sino que muestra la incompatibilidad total entre Dios y la injusticia, que sólo con la destrucción del mal puede desaparecer.

 

     En el mensaje de 15 de mayo de 1984 se establece un interesante diálogo que nos ofrece luz al respecto:

 

     «EL SEÑOR:

     Fijaos en una tormenta. Cuando una tormenta desparrama los rayos por toda la faz del mundo... Así será la ira de Dios Padre; peor que una tormenta. (2)

 

     LUZ AMPARO:

     Pues entonces, ¡vaya, vaya! ¡Oooh, aaay! ¿Tan grande es su ira? ¡Ay!, pero no nos tiene que dar miedo.

 

     EL SEÑOR:

     Al contrario, hijos míos. Todos, todos aquéllos que cumpláis con los mandamientos de la Ley de Dios, seréis salvados, hijos míos, porque ahí entra todo, todo lo que instituyó Dios por medio de Moisés, hija mía».



(1) Loyer-Krause, A., ¿Son verdad las apariciones de El Escorial? (Quito, 1996) p. 49.

(2) «Mirad que una tormenta de Yahveh, su ira, ha estallado, un torbellino remolinea, sobre la cabeza de los malos descarga» (Jr 23, 19).