MENSAJE DEL DÍA 16 DE OCTUBRE DE 1983

EN PRADO NUEVO DE EL ESCORIAL (MADRID)

     LA VIRGEN:

     Sacrificios, hijos míos, sacrificio y oración. No ofendáis más al Padre, hijos míos; está muy ofendido y la cólera de Dios está próxima. Por eso os pido, hijos míos: seguid rezando el santo Rosario; con oración y con sacrificios, podéis ayudar a salvar muchas almas, hijos míos.

     Este es mi mensaje, hijos míos: el sacrificio y el amor al prójimo.

     Tú, hija mía, besa el suelo en acto de humildad... Este acto de humildad, hija mía, sirve para la salvación de las almas.

     Te pido, hija mía, que sigas siendo víctima, hija mía, por los pobres pecadores.

     Mi mensaje es muy corto, hijos míos; hoy sólo os pido sacrificios y oración. Acercaos al sacramento de la Confesión, hijos míos, confesad vuestras culpas, hijos míos; el tiempo se aproxima y los hombres no dejan de ofender a Dios. Por eso os pido, hijos míos: sed humildes, con vuestra humildad podéis dar ejemplo a muchas almas. Sacrificio, hijos míos. Hace cientos de años que os lo vengo repitiendo: sacrificio y oración; sin oración y sin sacrificio no podréis salvar vuestra alma, hijos míos.

     Vuelve a besar el suelo, hija mía... No te importe, hija mía, que se rían de ti; piensa que el que se humilla será ensalzado ante los ojos de Dios.

     ¡Cuántos, hija mía, cuántos se ríen de mis mensajes!, ¡pobres almas, hija mía! Pedid por ellos, hijos míos, ¡están tan necesitados, hijos míos!

     Levantad todos los objetos, hijos míos; serán bendecidos todos estos objetos, hijos míos. Sirven para la curación de los enfermos de cuerpo y alma, hijos míos. Para mí la más importante es el alma; os he repetido muchas veces: el cuerpo no sirve ni para estiércol en la tierra, hijos míos; mirad vuestra alma y poneos a bien con Dios, hijos míos.

     Escribe un nombre, hija mía, en el Libro de la Vida... Ya hay otro nombre más en el Libro de la Vida. Todos estos nombres... están salvadas esas almas, hijos míos. Procurad, cuando llegue el momento de que Dios Padre mande su ira sobre toda la Humanidad, estar a la derecha del Padre, hijos míos; por eso me manifiesto en tantos lugares, hijos míos, porque no quiero que se condenen las almas; por eso me manifiesto como Madre llena de amor y de misericordia, derramando mis gracias para todos aquéllos que las quieran recibir, hijos míos. No quiero que os condenéis, hijos míos, confesad vuestras culpas, hijos míos, poneos a bien con Dios. El fin de los fines se aproxima y los hombres son cada día peor, hija mía. Mira cómo está mi Corazón, hija mía, transido de dolor. Quita dos espinas, hija mía; se han purificado dos, pero mi Corazón está lleno de espinas por todos mis hijos, hija mía. Quita dos... Tira, hija mía. No toques más, hija mía; sólo se han purificado dos, hijos míos.

     Seguid rezando el santo Rosario; con vuestras oraciones podéis salvar muchas almas, hijos míos. Y tú, hija mía: humildad te pido. Con humildad y con sacrificios puedes ayudar a muchas almas, hija mía, humíllate. Hija mía, serás humillada y serás calumniada, hija mía; ofrécelo a Cristo Jesús.

     Será horrible, hijos míos, el fin de los fines será horrible.

     Yo os bendigo, hijos míos, como el Padre os bendice por medio del hijo y con el Espíritu Santo.

     Besa el pie, hija mía, en recompensa a tus sufrimientos...

     Adiós, hijos míos. ¡Adiós!


COMENTARIO A LOS MENSAJES

16-Octubre-1983

     «Sacrificios, hijos míos, sacrificio y oración. No ofendáis más al Padre, hijos míos; está muy ofendido» (La Virgen).

 

     ¡Cuántas veces se nos ha recordado en los mensajes de Prado Nuevo esta gran verdad: el pecado es una ofensa a Dios! En el mundo que vivimos se ha perdido el sentido del pecado y lo que supone de cara a Dios; los pecados son errores y, si acaso se les da importancia, es en la medida que perjudiquen directamente a otra persona. Es frecuente también la postura de ver en los pecados algo bueno; de ahí las palabras de los mensajes:

         «¡Qué pena de Humanidad!, ha perdido la noción del pecado y no ven pecado donde hay pecado, hija mía, y la virtud la ven pecado» (El Señor, 7-XII-1991).

         «Mira, hija mía, si hay corrupción en el mundo, cómo van en triunfo los siete pecados capitales» (La Virgen, 2-XII-1995).

         «¡Cuántas veces os voy a repetir, hijos míos, que reconozcáis el pecado, que no veáis la virtud pecado y el pecado virtud!» (El Señor, 4-VIII-2001).

         «Os dije que los siete pecados capitales el demonio los lleva en triunfo; hace falta que los hombres vuelvan la mirada a Dios y se arrepientan» (El Señor, 4-V-2002).

 

     Por más que al pecado se le quite importancia, la doctrina cristiana no ofrece dudas en este punto; el Catecismo de la Iglesia afirma, por ejemplo, con claridad:

     «El pecado es una ofensa a Dios: “Contra Ti, contra Ti sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí” (Sal 51,6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse “como dioses”, pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gn 3,5). El pecado es así “amor de sí hasta el desprecio de Dios”» (n. 1850).

 

     Seguimos comentando fragmentos del mensaje de 16 de octubre de 1983:

     «Hace cientos de años que os lo vengo repitiendo: sacrificio y oración; sin oración y sin sacrificio no podréis salvar vuestra alma, hijos míos» (La Virgen).

 

     Si tenemos en cuenta que en octubre de 1983, hacía poco más de dos años que la Virgen venía manifestándose en Prado Nuevo, ¿cómo afirma que lleva «cientos de años» pidiendo «sacrificio y oración»? La respuesta es muy sencilla: Ella ha estado haciéndolo en la Historia de la Iglesia en diferentes momentos, porque la Virgen de El Escorial es la misma que se apareció en Guadalupe (México, 1531), La Salette (Francia, 1846), Lourdes (Francia, 1858), Fátima (Portugal, 1917), Akita (Japón, 1973-1981), etc. Y en estos lugares de apariciones, María Santísima pidió con insistencia la oración y el sacrificio.

     Por referirnos a algunas de estas apariciones marianas aprobadas por la Iglesia, podemos mencionar el mensaje que dio a los pastorcitos de Fátima, el 13 de julio de 1917, donde advertía: «Si se reza y se hace penitencia, muchas almas se salvarán y vendrá la paz». Antes, en La Salette (19 de septiembre de 1846), se había dirigido «a los fieles discípulos de Jesucristo, a los que han vivido con desprecio del mundo y de sí mismos, en la pobreza y en la humildad, en el desdén y en el silencio, en la oración y en la mortificación». Y en Akita, el 3 de agosto de 1973, la Virgen pide a Sor Agnes «oración, penitencia y sacrificios».

     «Para mí la más importante es el alma; os he repetido muchas veces: el cuerpo no sirve ni para estiércol en la tierra, hijos míos; mirad vuestra alma y poneos a bien con Dios» (La Virgen).

 

     Si no luchamos en esta vida por la salvación de nuestras almas, ¿qué sentido tiene nuestra existencia terrena? La trascendencia de la salvación de cada alma queda reflejada en las palabras de san Roberto Belarmino: «Si juzgas rectamente, comprenderás que has sido creado para la gloria de Dios y para tu eterna salvación. Comprenderás que éste es tu fin, que éste es el objetivo de tu alma, el tesoro de tu corazón. Si llegas a este fin serás dichoso, si no lo alcanzas serás un desdichado»(1).

     Efectivamente, el alma traspasa la muerte; el cuerpo está llamado a la corrupción; solamente al fin del mundo, en palabras de Jesucristo, «todos los que estén en los sepulcros oirán su voz, y saldrán los que hayan hecho el bien para una resurrección de vida, y los que hayan hecho el mal, para una resurrección de juicio» (Jn 5, 28-29). Con razón, pues, la Virgen dice que «el cuerpo no sirve ni para estiércol en la tierra»; enseñanza, por otra parte, coincidente con la Sagrada Escritura: «No temáis amenazas de hombre pecador: su gloria parará en estiércol y gusanos; estará hoy encumbrado y mañana no se le encontrará: habrá vuelto a su polvo y sus maquinaciones se desvanecerán» (1 M 2, 62-63)(2).



(1) Trat. sobre la ascensión de la mente a Dios, grado 1.

(2) Cf. 2 R 9, 37; Sal 83 (82), 11; Sal 113 (112), 7; Jr 8, 2; 16, 4; 25, 33.