MENSAJE DEL DÍA 15 DE SEPTIEMBRE DE 1982, NTRA. SRA. DE LOS DOLORES,
EN PRADO NUEVO DE EL ESCORIAL (MADRID)
LA VIRGEN:
Hija mía, hija mía, haced caso de mis mensajes. Os salvaréis por María, hijos míos. Los mensajes, hijos míos, serán cumplidos desde los primeros hasta los postreros, hijos míos. Haced oración, haced penitencia. No seáis incrédulos, hijos míos; me manifiesto a los humildes y a los incultos para confundir a los poderosos, hijos míos.
Soy la Virgen, hija mía, de los Dolores, hija mía. Mira cómo está mi Corazón, hija mía. Estas espinas, hija mía, son por mis almas consagradas, hija mía. Quita dos... Hija mía, éste es el cáliz del dolor, hija mía. Mira cómo sangra mi Corazón, hija mía...
Que cambien de vida, hija mía; di a todos mis hijos que enmienden sus vidas.
Mira el castigo, hija mía... (Luz Amparo da un grito y llora al ver el Infierno). Pero, hija mía, hija mía, todo el que va aquí, es porque quiere, hija mía, porque no hacen caso de mis mensajes. No quiero que se condenen, hija mía. Hija mía, ¡cuántos de mis hijos se burlan de mis mensajes, hija mía! ¡Qué pena me dan! Más les valiera no haber nacido, hija mía.
Mira otro castigo, hija mía. Todo esto, hija mía, está a punto de pasar.
Que se arrepientan, que pidan perdón, que no puedo sostener el brazo de mi Hijo, hija mía; el brazo de mi Hijo está muy pesado y va a caer sobre la Humanidad.
Pedid por el Vicario de Cristo, está en un gran peligro, hijos míos.
Sacrificio, sacrificio es lo que pido, hijos míos.
Escribe en el Libro de la Vida otro nombre, hija mía. Besa el Libro, hija mía... Jamás se podrá borrar esta firma, hija mía.
Serás calumniada, serás mortificada, hija mía; pero, ¿qué te importa para el premio que te espera, hija mía? Sufre, hija mía, sufre como yo sufro por todos mis hijos, hija mía, por el bien de la Humanidad.
Adiós, hija mía; os doy la santa bendición... Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
COMENTARIO A LOS MENSAJES
15-Septiembre-1982
Este mensaje lo comunicó la Virgen a Luz Amparo el día de la fiesta de Ntra. Sra. de los Dolores, fecha tan significativa para Prado Nuevo y la Obra nacida bajo el amparo y protección de la Virgen Dolorosa.
«Hija mía, hija mía, haced caso de mis mensajes. Os salvaréis por María, hijos míos. Los mensajes, hijos míos, serán cumplidos desde los primeros hasta los postreros, hijos míos» (La Virgen).
Jesucristo es el único Redentor, el que nos puede salvar del pecado y de la muerte eterna; pero, a través de María, obtenemos también la salvación, como Medianera de todas las gracias, como Corredentora. Es más: sabemos que en el plan de Dios, Él ha otorgado a la Virgen un papel imponderable a favor de las almas, y es su deseo que sea honrada como se merece y se la invoque con confianza. Esto lo ha dejado bien claro el Señor en los mensajes; manifestaba, por ejemplo, el 4 de julio de 1998: «...quiero que a mi Madre se la venere y se la dé culto, porque los hombres no la ponen en el lugar que la corresponde. Mi Madre se merece algo más; Ella es la llena de gracia, el instrumento que mi Padre escogió para participar en el misterio de la Encarnación. Si veneran a María, los hombres conocerán más a Jesús y lo honrarán más, pues el que rechace a María rechaza a Jesús. Mi Padre la ensalzó a los Cielos y la hizo participar de todos los misterios. La dio por Madre a los hombres, fue Corredentora con Cristo».
Aunque el título de «Corredentora de la Humanidad» no esté definido dogmáticamente, existen no pocas declaraciones del magisterio de los Papas que hacen referencia a él. Además, se puede defender, apoyándose en la Sagrada Escritura, que, si bien no lo manifiesta explícitamente, sí contiene textos que nos conducen a la certeza de la corredención mariana; lo mismo podemos afirmar de la tradición cristiana, cuyos testimonios son continuos (desde san Justino y san Ireneo hasta nuestros días), y de la razón teológica; creemos que la Virgen María fue real y verdaderamente Corredentora: 1.- Por ser Madre del Redentor, lo que conlleva la maternidad espiritual de todos los redimidos. 2.- Por su compasión al pie de la Cruz, íntimamente asociada al sacrificio de Jesucristo Redentor.
La piedad popular ha expresado su fe en la intercesión mariana en uno de sus cánticos religiosos más conocidos: «µ Sálvame, Virgen María; óyeme, ten imploro con fe. Mi corazón en Ti confía; Virgen María, sálvame. Virgen María, sálvame. Sálvame µ».
Reprocha la Virgen, a continuación, a los que caen en la incredulidad: «No seáis incrédulos, hijos míos; me manifiesto a los humildes y a los incultos para confundir a los poderosos». Palabras estas que coinciden con varias citas del Nuevo Testamento:
«Soy la Virgen, hija mía, de los Dolores, hija mía. Mira cómo está mi Corazón (...). Estas espinas, hija mía, son por mis almas consagradas, hija mía. Quita dos... Hija mía, éste es el cáliz del dolor (...). Mira cómo sangra mi Corazón».
¡Cuánto duelen a la Virgen los pecados e infidelidades de las almas consagradas! No ha de resultar extraño si consideramos la vocación sacerdotal y la vida religiosa, y los graves compromisos que conllevan. Traemos a nuestras líneas uno de los amargos lamentos que el papa Pablo VI emitió durante su Pontificado, y que viene a propósito; para la mayoría, el texto resultará desconocido a la vez que estremecedor: «La Iglesia sufre sobre todo por la actitud insubordinada, inquieta, crítica, reacia y demoledora de tantos hijos suyos, los predilectos —sacerdotes, maestros, laicos, dedicados al servicio y a dar testimonio del Cristo vivo en la Iglesia viva— contra su íntima e indispensable comunión, contra su existencia institucional, contra su norma canónica, su tradición, su cohesión interior, contra su autoridad, que es principio insustituible de verdad, de unidad y de caridad, contra sus mismas exigencias de santidad y de sacrificio. Sufre por la defección y por el escándalo de algunos eclesiásticos y religiosos que crucifican hoy a la Iglesia»(2). ¿Pueden resultar excesivos, como les parecen a algunos, los lamentos del Señor y la Virgen en Prado Nuevo por las almas, especialmente por las consagradas —sacerdotes, religiosos y religiosas—, después de escuchar a Pablo VI?
«Mira el castigo, hija mía... (Luz Amparo da un grito y llora al ver el Infierno). Pero, hija mía, hija mía, todo el que va aquí, es porque quiere, hija mía, porque no hacen caso de mis mensajes. No quiero que se condenen».
La meditación de las verdades eternas, entre ellas el Infierno, es muy conveniente para bien del alma, que así se aplica en la práctica de la virtud para alcanzar la salvación eterna y la Gloria. Lo expresaba con suma claridad el papa Juan Pablo II en una ocasión: «Deseo invitar a todos los que están escuchando mis palabras a no olvidar nuestro destino inmortal: la vida después de la muerte, la eterna felicidad del Cielo, o la terrible posibilidad del castigo eterno, la separación eterna de Dios en lo que la tradición cristiana ha llamado Infierno (cf. Mt 25, 41; 22, 13; 25, 30). No puede haber una vida verdaderamente cristiana sin una apertura a esta dimensión trascendente de nuestras vidas. “En la vida y en la muerte somos del Señor”»(2).
Otro dato del mensaje, que se repite a lo largo de las revelaciones de Prado Nuevo, es la preocupación por el Santo Padre (entonces Juan Pablo II), por el cual constantemente se invita a pedir, advirtiendo más de una vez que corre un gran peligro, como en el presente mensaje: «Pedid por el Vicario de Cristo, está en un gran peligro, hijos míos».
El 2 de abril de 2005 el «amado Juan Pablo II», como gusta llamarle a Benedicto XVI, pasó de esta vida temporal a la eterna; entre las numerosas noticias aparecidas con motivo de su óbito, se recordaron los más de veinte planes frustrados para acabar con su vida; otros acaso nunca sean descubiertos, pero los conocidos, empezando por el atentado de Alí Agca el 13 de mayo de 1981, nos muestran a Juan Pablo II como el Pontífice quizás más amenazado en la Historia de la Iglesia. ¡Qué bien conocían el Señor y la Virgen el peligro que acechaba al Santo Padre!(3)
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(1) Catequesis en la Audiencia General, 2-4-1969.
(2) Homilía en San Antonio, EE. UU., 13-9-1987.
(3) Diarios: ABC, 3-4-2005, p. 85; El Mundo [Documentos], Íd., p. 9.
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