MENSAJE DEL DÍA 13 DE NOVIEMBRE DE 1981

HABLA EL SEÑOR:

Sí, hija mía, aquí está tu Padre celestial, como te dije el primer día de mi aparición. Soy tu Padre celestial; ya lo sé que sufres mucho, hija mía; fíjate si no voy a saber yo qué tormentos tan horribles son esos, y todo sufrirlo por la Humanidad tan desagradecida. Ya lo sé que no se merecen nada de esto, hija mía, pero hay que salvarlos, hay que salvarlos a costa de lo que sea, hija mía. Óyeme, mi Corazón víctima se cansa de la ingratitud de mis amados hijos; no te hablo de la maldad de los impíos, sino de la malicia de los cristianos.

Voy a relatarte abiertamente la situación del mundo, para que comprendas el porqué de mi pasión mística como víctima inmolada por el mundo, como Rey mártir de mi caridad por las almas y como Dios desdeñado de mis criaturas. He empleado toda mi sabiduría, hija mía, en proporcionar todos los medios de adquirir el gozo de mi Reino eterno, toda mi ternura en atraerlos, mi bondad y mi misericordia, mis riquezas, mi magnificencia y mi amor; pero no quieren nada, son ingratos. He hecho por todos lo que hubiera hecho por mis propios hijos; no se merecen nada. Todo lo que he hecho por ellos, por todos en general, lo he hecho, como lo he hecho con mis elegidos; lo hice por uno y lo hice por todos en general, y para todos di mi ejemplo en el camino de este mundo. Por todos ascendí a los Cielos, volviendo al seno del Padre, y por todos hice el milagro de la consagración de la Eucaristía, para permanecer con ellos. Para todos estoy, no sólo para unos, encerrado en ese sacramento día y noche, triste, sufriendo. Por todos instituí mi sacerdocio privilegiado y para todos la Iglesia santa con sus auxilios de...

LUZ AMPARO:

¡Qué dolores, Dios mío; sé cómo sufres!

EL SEÑOR:

...con sus auxilios de indefectible virtud y de única esperanza de eternidad. Hija mía, para todos di mis palabras de salvación y de vida que guarda el Santo Evangelio de la ley de la gracia y del amor; y con toda claridad la manifesté en aquellas palabras: "Amaos los unos a los otros". Lo dije en un lenguaje para que todos me entendiesen. Y os dije: "Permaneced todos unidos, permaneced en mí para que seamos una sola cosa..., para que seamos una sola cosa como mi Padre y yo lo somos". Pero, hija mía, ¿qué han hecho de mi palabra, de mi doctrina, de mis deseos, sino mofa, crímenes y traición?

Mira, hija mía: se formó mi amada Iglesia, se erigió y se extendió mi reino en las almas; pero el eterno enemigo entró en la raza maldita para apoderarse de todos, se apoderó de toda la raza. También vino a formar la división en la familia, la cual, surgiendo bandos, comenzó a minarse entre sí.

No me quejo del enemigo, ni de sus secuaces, porque todos ellos son malditos; me quejo de los que, siendo míos, han secundado la acción del mal. El enemigo, hija mía, quiere seducir y no sabe cómo.

Acordaos siempre de mis palabras, porque si no os hubiera advertido..., pero estoy constantemente advirtiéndoos. Si no os hubiera advertido, seríais menos responsables, pero de ahora, ¿de qué os excusaréis, hijos míos? No podéis excusaros.

Está cerca el día postrero, hija mía, y ese día postrero vendré como juez. ¿Acaso no lo he dicho a mi Iglesia Santa?, ¿no los he socorrido con pastores? No he dejado de derramar milagros por todas partes, de derramar amor; y ellos no han querido recibir con corazón puro todas estas cosas. Claro, todos estos, ¿sabes cuáles son?: los ingratos, los desagradecidos.

Hija mía, diles que todavía están a tiempo, que vengan a mí todos, como les dije en una ocasión: "Venid a mí todos los que estéis cargados, que yo os ayudaré a descargaros". Venid arrepentidos y contritos, haciendo esfuerzos para superar las tendencias malignas de vuestras pasiones y de las seducciones que el mundo, el demonio y la carne os presentan, como lo hizo un día en el Paraíso de los primeros padres naturales.

Diles que cuando yo les invito a que vengan a mí, es con espíritu de cambiar la mala vida de los vicios, de los pecados, de la incredulidad, de la malicia, de las comodidades refinadas que cada día habéis rodeado vuestra vida humana; porque los humanos, precisamente, son los que deben sobrenaturalizar sus acciones, imitándome a mí cuando me hice humano; que busqué desde el primer momento hasta el último de esta vida el sacrificio, la pobreza, la humildad, la incomodidad en todo. Por eso nací una noche de invierno en medio de los hielos y sobre pajas de un pesebre de animales, para ofrecer a mi Padre el sacrificio reparador y propiciatorio de pagar a la Justicia divina por vuestros pecados, hijos míos. Todos, pues, hija mía, estáis obligados... (palabra ininteligible) a amarme; que por eso bajé a vosotros haciéndome semejante a vosotros en todos los momentos, menos en el pecado.

Diles a la juventud, hija mía, lo que es el verdadero amor; diles que se acerquen a mí; y en el silencio, con fe en mi presencia en mi Eucaristía, me pidan que les revele el secreto de la felicidad del corazón humano en esta vida y en la eternidad, hija mía. Revélales, hija mía, cuán dichosa te ha hecho a ti mi amor, y que no hay amor que haga feliz si no está injertado en mi amor. Sí, hija mía, avísaselo a todos.

Mira, hija mía, hoy Satanás está celebrando su fiesta en la profundidad del Infierno; lo vas a ver: mira las cavernas cómo están llenas de malditos, de pecadores, de injustos, cómo se rebozan en el fuego; son espíritus malignos, hija mía. Piensa que el Infierno está lleno de pecadores y que es para toda una eternidad. Hay quien piensa que ¿cómo Dios siendo misericordioso les va a mandar ese castigo? Sí, hija mía, es misericordioso mi Padre Eterno, pero es justo y a cada uno le da lo que se merece. Mira cuántos espíritus del mal hay en medio; las almas de los pecadores cómo están sufriendo torturas, hija mía, por sus pecados. Aquí no existe la muerte; sin embargo, en las moradas del Cielo existe la vida, hija mía. ¡Cuántos quisieran morir para no sufrir! Mira, hija mía, vas a ver una parte del Cielo para que no te horrorices, no te quede ese sabor tan malo: ¡mira qué felicidad, mira qué dulzura, mira qué paz, mira qué alegría; aquí no hay envidias, no hay sufrimiento, todo es amor! Donde yo estoy no puede haber nunca sufrimiento, hija mía; donde está Satanás con sus secuaces no hay nada más que tormentos y sufrimientos. Avísales a todos, diles que se conviertan, que no quiero que se condenen; díselo, hija mía, díselo a todos.

Sé humilde, hija mía, ofrece tus sufrimientos, haz un poco más de oración. Diles a los que están contigo que estoy muy contento con ellos, que cumplen muy bien con mis mensajes, que sigan de la forma que siguen, que también son hijos predilectos míos porque han tenido la oportunidad de ver todo esto. Diles que Dios, cuando hace una cosa, sabe cómo la hace, dónde la hace, de qué forma. Que sean humildes también, que la humildad es la base principal para llegar al Cielo. Díselo a todos, hija mía.

Sí, hija mía, verás a mi Madre, la verás un segundo. Adiós, hija. Cumplid con los mensajes de mi Madre y los mensajes de vuestro Padre celestial. Adiós, hija mía.


COMENTARIO A LOS MENSAJES
13-Noviembre-1981

Se presentan varios fragmentos de este mensaje para su comentario.

«Ya lo sé que sufres mucho, hija mía; fíjate si no voy a saber yo qué tormentos tan horribles son esos, y todo sufrirlo por la Humanidad tan desagradecida (...). Óyeme, mi Corazón víctima se cansa de la ingratitud de mis amados hijos; no te hablo de la maldad de los impíos, sino de la malicia de los cristianos» (El Señor) .

El sufrimiento en el mundo es inevitable; es una realidad que está presente en nuestras vidas y una experiencia por la que ha de pasar, con mayor o menor intensidad, todo ser humano. En este sentido, son víctimas del dolor físico o moral los que sufren a causa de la violencia, los que padecen enfermedades, los niños asesinados en el vientre materno, los oprimidos, los despreciados... Todos ellos son, de algún modo, partícipes de la Cruz de Cristo; de entre ellos, los hay que, desesperados bajo el yugo del dolor, se rebelan; otros se resignan simplemente. Los hay que aceptan ese peso inexorable al consolarse con las palabras del Evangelio: «Mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11, 30). Si nos fijamos en el caso de Luz Amparo, podemos decir que ella pertenece a las denominadas almas víctimas, que comparten esa condición con la Víctima Inocente, Jesucristo, reparando con su inmolación y sufrimientos los pecados de la Humanidad.

Todos, en cualquier caso, estamos asociados a la Pascua de Jesús, a su Pasión, Muerte y Resurrección; mediante el bautismo, nos hemos incorporado a la misión sufriente y al destino glorioso de la Cabeza del Cuerpo Místico: Cristo. Cargar con nuestra cruz de cada día, desempeñar nuestras obligaciones con responsabilidad, acudir solícitos a la necesidad del hermano, etc. son modos de participar del Sacrificio del Redentor y ofrecer nuestra vida junto a la del Cordero Inmaculado.

Son especialmente conmovedoras las palabras del mensaje en las que el Señor se queja no tanto «de la maldad de los impíos, sino de la malicia de los cristianos». Sabemos que: le hieren, sobre todo, los desprecios de las almas consagradas. El salmo 41 (40) lo expresa así: «Hasta mi amigo íntimo en quien yo confiaba, el que mi pan comía, levanta contra mí su calcañar» (v. 10); Jesús aplicó estas tristes palabras a Judas, en quien se cumplieron hasta el extremo: «Yo conozco a los que he elegido; pero tiene que cumplirse la Escritura: el que come mi pan ha alzado contra mí su talón» (Jn 13, 18).

Las siguientes líneas del mensaje están impregnadas, a la vez, de dolor y dulzura, y hablan por sí solas: «He empleado toda mi sabiduría, hija mía, en proporcionar todos los medios de adquirir el gozo de mi Reino eterno, toda mí ternura en atraerlos, mi bondad y mi misericordia, mis riquezas, mi magnificencia y mi amor; pero no quieren nada, son ingratos. He hecho por todos lo que hubiera hecho por mis propios hijos; no se merecen nada. Todo lo que he hecho por ellos, por todos en general, lo he hecho (...). Por todos ascendí a los Cielos, volviendo al seno del Padre, y por todos hice el milagro de la consagración de la Eucaristía, para permanecer aquí con ellos. Para todos estoy, no sólo para unos, encerrado en ese sacramento día y noche, triste, sufriendo. Por todos instituí mi sacerdocio privilegiado y para todos la iglesia santa con sus auxilios (...). No me quejo del enemigo, ni de sus secuaces, porque todos ellos son malditos; me quejo de los que, siendo míos, han secundado la acción del mal».

Y a pesar de todo, a pesar de estas quejas por nuestros pecados y olvidos, el Corazón herido del Salvador declara una vez más su amor a las almas, les indica el camino y advierte de los peligros: «Hija mía, diles que todavía están a tiempo, que vengan a mí todos, como les dije en una ocasión: "Venid a mí todos los que estéis cargados, que yo os ayudaré a descargaros". Venid arrepentidos y contritos, haciendo esfuerzos para superar las tendencias malignas de vuestras pasiones y de las seducciones que el mundo, el demonio y la carne os presentan, como lo hizo un día en el Paraíso de los primeros padres naturales».

Con bellas palabras se propone como modelo y ejemplo a imitar: «Busqué desde el primer momento hasta el último de esta vida el sacrificio, la pobreza, la humildad, la incomodidad en todo. Por eso nací una noche de invierno en medio de los hielos y sobre pajas de un pesebre de animales, para ofrecer a mi Padre el sacrificio reparador y propiciatorio de pagar a la Justicia divina por vuestros pecados, hijos míos».

Revela más abajo a Luz Amparo, mediante imágenes y palabras, algunas verdades eternas. Por una parte, habla claramente de la terrible realidad de la condenación eterna: «Mira las cavernas cómo están llenas de malditos, de pecadores, de injustos, cómo se rebozan en el fuego; son espíritus malignos, hija mía. Piensa que el Infierno está lleno de pecadores y que es para toda una eternidad. Hay quien piensa que ¿cómo Dios siendo misericordioso les va a mandar ese castigo? Sí, hija mía, es misericordioso mi Padre Eterno, pero es justo y a cada uno le da lo que se merece». Enseguida, alentando a la esperanza, le ofrece la consoladora visión de algunas moradas celestiales: «Mira, hija mía, vas a ver una parte del Cielo para que no te horrorices, no te quede ese sabor tan malo: ¡mira qué felicidad, mira qué dulzura, mira qué paz, mira qué alegría; aquí no hay envidias, no hay sufrimiento, todo es amor! Donde yo estoy no puede haber nunca sufrimiento».

Culmina con unas advertencias y consejos relacionados con lo que acaba de exponer: «Avísales a todos, diles que se conviertan, que no quiero que se condenen; díselo, hija mía, díselo a todos (...). Que sean humildes también, que la humildad es la base principal para llegar al Cielo. Díselo a todos, hija mía (...). Cumplid con los mensajes de mi Madre y los mensajes de vuestro Padre celestial».

(Continuará).