(Meditaciones del P. Alfonso Torres)

INFIERNO:

Siempre que llego a este punto, recuerdo espontáneamente la importancia que tuvo en la vida de Santa Teresa el pensamiento del infierno. Ella misma lo dice. Hablando de aquella visión que tuvo del infierno, en la que se le mostró el sitio que a ella estaba reservado allí si se condenaba, cuenta la Santa los efectos que la visión dejó en su alma. Creo que, sin exagerar un punto, se puede decir que toda la obra de Santa Teresa, incluso la Reforma, que es la gran obra de su vida, y, por consiguiente, su propia santificación, brotó de ese pensamiento. Esa idea le produjo el santo temor de Dios; luego, el agradecimiento; luego, el deseo de asegurar su propia salvación y de corresponder a la misericordia del Señor; luego, la necesidad, para conseguir todo esto, de llevar una vida muy fiel a la gracia de la vocación que había recibido; y, finalmente, la reforma de la vida carmelitana para vivirla con todo su rigor y con toda su perfección.

Recordando esto, que se suele leer en la vida de Santa Teresa, me parece que una de las meditaciones capitales que podemos hacer y que más bien hará a nuestra alma es precisamente ésta, la meditación del infierno que vamos a hacer ahora. Claro que hemos de procurar no hacerla con el exclusivo fin de aterrorizarnos, una vez más, mirando la condenación de los réprobos, sino con el deseo de sacar de la meditación todos los frutos que sacó Santa Teresa. Lo vamos a hacer de una manera muy sencilla, que ya hemos empleado otras veces. Vamos a recordar unas palabras de nuestro divino Redentor que hay en el santo Evangelio, y, comentando esas palabras, o, mejor dicho, reflexionando en ellas, vamos a hacer nuestra meditación.

En el sermón de la Cena, dice Nuestro Señor en cierto momento a su Padre celestial que no ha perdido ninguno de los que le encomendó (se refería a sus apóstoles), si no es el hijo de perdición (Jn 17,12). Con estas palabras, el hijo de perdición, señala a Judas. Pues en esas palabras, el hijo de perdición, vamos a ver si encontramos nosotros el pensamiento fundamental que nos ayude para la meditación del infierno.

Miremos el significado obvio de esas palabras. Ese significado es que Jesucristo y su Padre celestial habían perdido a Judas, y, por consiguiente, que Judas, llamado hijo de perdición, había perdido a Dios y a su enviado Jesucristo. Esta es la primera idea que salta a la vista cuando se consideran esas palabras.

Judas había sido llamado, como los demás apóstoles, a participar del reino de Dios. Judas había tenido, como los demás apóstoles, la formación que les dio Jesucristo, y, a pesar de todo eso, Judas, haciendo traición al Señor, había perdido esa gracia, y, por consiguiente, se había alejado de Dios. Era el hijo de perdición por eso.

Es terriblemente doloroso ver a un hombre elegido de la mano de Cristo para la mayor dignidad que El había de establecer en su Iglesia, como es la dignidad de apóstol, y amorosamente cultivado por El, acabar de esta manera. Pero esta misma consideración ayuda a concebir el santo temor de Dios. Cierto, nosotros tenemos que agradecer al Señor que de siempre nos ha buscado, que de siempre ha cultivado nuestras almas, que de siempre ha querido atraernos a sí Tenemos que agradecer a Dios que realmente nos ha colmado de sus misericordias infinitas. Y, al pensar en esa frase de Jesucristo en la que llama a Judas hijo de perdición, tenemos motivos suficientes para estremecernos y para recordar aquella frase de San Pablo: Con miedo y temblor seguid trabajando en la obra de vuestra santificación (1 Cor 2,3 ). Porque somos capaces de inutilizar todas esas gracias divinas y perdernos. ¡Cuántas veces habremos estado quizá al borde del abismo, y sólo la omnipotencia de Dios, con una misericordia que no sabremos alabar nunca bastante, nos ha detenido al borde mismo de la caída o nos ha vuelto a su gracia después de perderla!

Hay en esto una primera idea que salta a la vista apenas se consideran las palabras que hemos repetido ya varias veces, y en ellas se puede meditar la pena de daño del infierno, porque ese perder a Cristo y perder a Dios no es otra cosa que la pena de daño.

Y aquí convendría que hiciéramos un esfuerzo. Un esfuerzo, digo, para levantarnos sobre nosotros mismos.

A nosotros, naturalmente, nos duele todo lo que es perder alguna de las cosas de la vida presente: lo que es perder la salud, lo que es perder alguna persona que amamos, lo que es perder los bienes temporales; todo eso nos duele proporcionalmente; pero no nos duele tanto, o, mejor dicho, no nos duele de una manera tan espontánea, el perder a Dios y el perder el alma. Y la razón es ésta: que todo lo que entra por los sentidos nos impresiona. Lo que es espiritual y sobrenatural, como no impresiona los sentidos, nos deja más fríos. Y convendría que, levantándonos sobre la vida de los sentidos y discurriendo, nos diéramos cuenta de lo que significa para nosotros perder a Dios.

Dios es para nosotros el centro de todo nuestro bien, de nuestra felicidad eterna; de modo que perder a Dios es perder todo nuestro bien y es perder esa eterna felicidad. Claro, no podemos emplear más que palabras generales y vagas, llamando a Dios nuestro bien, y llamándole nuestra felicidad, y llamándole el centro de nuestra vida. Mas no es porque la idea que tengamos que expresar sea pobre, sino porque es tan sublime, está tan por encima de las otras ideas que nosotros habitualmente concebimos, que nos cuesta trabajo subir a esa altura. Si Dios nos concediera la gracia, que concedió a tantos santos, de conocerle profundamente y de ver y sentir en el fondo del alma que El es el centro de la vida, todo nuestro bien y toda nuestra felicidad, entonces sí podríamos concebir este dolor de que estamos hablando. Pero ese dolor hay que provocarlo en nosotros discurriendo, y raciocinando, y haciéndonos esas comparaciones, que ordinariamente son las que despiertan el temor de Dios en este punto, y es ver lo que significa todo lo que forma la vida presente, y que por grande que sea, ¡cuán poco supone en comparación de lo que es Dios para nosotros, para nuestra alma, para nuestra eternidad!

Esa dicha completa, sobreabundante, indestructible, que no somos capaces de alcanzar con nuestro entendimiento ni barruntar con los atisbos más sublimes de nuestra mente y de nuestro corazón; esa dicha tan grande que para gozarla necesitamos que Dios nos eleve a un orden sobrenatural, pues ésa es la dicha que pierde por completo el condenado. Esa fue la que perdió judas, siendo uno de los apóstoles, elegido de la mano de Jesucristo y cultivado asiduamente por El durante tres años.

Así podemos mirar lo que llama generalmente el catecismo la pena de daño. El infierno es perder a Dios, y perderlo de esa manera. Mas no es esto solo. Habrán observado que las palabras que se leen a veces en ciertos autores no tienen el significado general que les damos en la conversación ordinaria, sino que, por obra del autor que las emplea, se cargan de un significado más complejo y más profundo. Así, por ejemplo, sucede -y éste es un ejemplo clásico- con la palabra nada en San Juan de la Cruz. La nada en San Juan de la Cruz tiene un significado, como sabemos, muy complejo y muy profundo en la vida espiritual. Es la manera con que el Santo quiso expresar enérgicamente, con expresión que no pudiera superarse, hasta dónde debe llegar la perfecta abnegación, la perfecta renuncia y la perfecta negación de nosotros mismos y de todas las cosas. Pues exactamente igual ocurre con la palabra perdición cuando se halla esa palabra en labios de Cristo Nuestro Señor. Fíjense cuando lean los santos Evangelios, y verán que apenas si hay en ellos quizá un tema que el Señor trate tantas veces como el de la perdición de las almas. Lo trata de mil maneras: en las sentencias, en las parábolas, en sus discursos; muchísimas de las predicaciones del Señor acaban con una alusión a la perdición eterna, al infierno.

Esa palabra perdición, empleada por Cristo Nuestro Señor, tiene, como digo, una gran complejidad, y El muchas veces se detuvo a explicar lo que era esa perdición. La explica, por ejemplo, en parábolas, como la que hemos oído varias veces, la del rico epulón, cuando habló del infierno como de un lugar de tormentos, y explica cómo allí estaban las almas apartadas del seno de Abrahán y cómo padecían además tormentos especiales, como eran los de la llama de fuego y la sed. El mismo la expresa en otra parábola en que habla del que, habiéndose presentado al convite sin el vestido de boda, fue arrojado a las tinieblas exteriores, tomando como símbolo, para dar a conocer lo que es el infierno, las tinieblas de fuera, a uno que es arrojado de la casa paterna en la media noche y es abandonado solo y en oscuridad. Otras veces se vale de la imagen que decimos nosotros de la gehenna del fuego, tomando la imagen de un valle que hay en Jerusalén, que era un valle en donde todas las profanaciones y todos los sacrilegios allí cometidos se habían purificado con el fuego. Y así, de mil maneras, fue describiendo lo que era el infierno. Lo describe como un lugar de tormentos. Señala particularmente el tormento del fuego, y luego habla de algún tormento especial, como este de la sed. Hace ver que allí hay como un gusano roedor que no muere nunca, y un rechinar de dientes, y un llanto permanente, y una desesperación total. Todos estos rasgos los va distribuyendo en las distintas ocasiones en que trata de dar a conocer a los hombres lo que es el infierno. Claro, a las almas que no estaban dispuestas para entender la pena de daño y para saber lo que significaba el carecer de Dios, les iba mostrando las otras formas de padecer en el infierno que llamamos nosotros pena de sentido.

Por plásticamente que nos pongamos a describir el infierno, siempre nos quedaremos lejos de la realidad divina a que Jesucristo alude. Lo que hace San Ignacio de Loyola en la presente meditación cuando nos invita a que veamos lo que hay en el infierno, que oigamos lo que hay en el infierno, y así vayamos aplicando todos los sentidos para formarnos una idea, aunque sea muy remota, de los tormentos que hay en aquel lugar de perdición, nos da a entender que no hay sentido que no tenga su propio tormento. Allí reina el sempiterno horror y no hay ni la menor cosa que pueda consolar; allí está el conjunto de todos los males, interiores y exteriores, que puede sufrir el hombre, sin mezcla de bien alguno; el fuego exteríor; el fuego interior de los remordimientos, de la desesperación, de la ira, de la rebeldía y de todas las pasiones atormentadoras; y al mismo tiempo castigos especiales de cada uno de los pecados que se cometieron.

No creamos exagerar al pensar en estas cosas, ni creamos emplear un procedimiento imaginativo y sobradamente plástico para despertar en nosotros el terror, porque recuerden que, cuando Santa Teresa describe lo que ella vio del infierno -y lo que vio no fue todas las penas del infierno-, dice ella que le pareció aquello tan grande, que todos los dolores y tormentos de esta vida, todos, por grandes que fueren, hasta las más terribles enfermedades, como las que ella misma había sufrido, le parecían una cosa pintada en comparación de la realidad.

Pues esta otra idea de las penas temporales es la que Jesús insinúa en la frase que hemos recordado cuando llama a judas hijo de perdición. En esa palabra perdición daba a entender claramente todo esto que contiene la descripción del infierno. La perdición, en los labios de Cristo, significaba la perdición que El había descrito.

Veamos el contexto. Judas había sido llamado para amar a Dios heroicamente, como le amaron los demás apóstoles; había sido llamado para gozar de Dios con la plenitud con que le debían estar gozando los apóstoles -recordemos, por ejemplo, a San Pablo-; y ese Judas que había sido llamado para gozar así de Dios, pierde a Dios y se sepulta en los tormentos inefables del infierno. Esta es la locura de las almas, ésta es la ceguera de los corazones; de tal manera nos dejamos seducir por las cosas de la vida presente y nos embriagamos en ese saborear los bienes temporales, que llegamos hasta esta locura, a elegir el eterno padecer antes que una pequeña mortificación meritoria y santa que podemos hacer en este mundo. Santa Teresa se afirmaba particularmente en este aspecto cuando pensaba en las penas temporales del infierno, y hacía ver lo poco que significaban los trabajos de la virtud en comparación de lo que eran estas penas, y cómo, por librarse de ellas, no solamente se habían de aceptar con buena voluntad los trabajos que Dios envía, sino que había uno de resolverse a mortificarse voluntariamente cuanto pudiera para huir del infierno. Todo es poco para no caer en esa perdición a que alude Cristo Jesús.

Todavía hay más en las palabras de nuestro divino Redentor, porque hay una alusión clara a la eternidad. Fíjense en esta diferencia que voy a indicar y lo verán. San Pedro cayó negando a Cristo, y a San Pedro nadie le puede llamar hijo de perdición. Le pueden llamar hijo de la misericordia divina o hijo de misericordia, porque, después de la caída, la misericordia divina acogió su arrepentimiento y sus lágrimas. Si Judas se hubiera salvado, no podría llamarse hijo de perdición aunque hubiera caído en la traición que cayó, porque, al fin y al cabo, hubiera triunfado en él la gracia divina. Judas se llama hijo de perdición porque eternamente se perdió. Esto es una clara alusión a la eternidad de las penas del infierno; pero, al mismo tiempo que recordamos esa eternidad y que la ponderamos, ¡ojalá la ponderáramos con aquella intensidad de afectos con que la ponderaba Santa Teresa cuando se repetía aquella frase!: ¡Para siempre, para siempre!; al mismo tiempo, repito, que ponderamos esta eternidad, pensemos en otra idea que es mucho más cierta. ¡Con qué dolor pronunciaría Cristo estas palabras! ¡Fíjense en el amor que tiene Cristo a todas las almas; fíjense en el amor particular que tuvo Cristo a las almas de sus apóstoles; fíjense en que Nuestro Señor pone, como si dijéramos, particularmente su amor en las almas que peligran, porque El ha venido a buscar a los pecadores, y, por consiguiente, el amor que tendría a Judas y la intensidad de celo amoroso con que trató de salvarle; y fíjense lo que es tener que acabar diciendo: «Este es hijo de perdición»; es decir, reconociendo que Judas se ha perdido, que su amor ha perdido a aquel apóstol que tanto ha procurado salvar, que con tanto empeño ha querido atraer hacia sí, y verán lo que tiene esta palabra de tierna y de dolorosa!

Cuando pensamos en el infierno, pensamos en nuestro propio mal y en nuestro propio tormento; pero deberíamos pensar en la amargura del corazón de Cristo, que veía perderse a las almas; en lo que debió de ser para el corazón divino de Jesús mientras vivió aquí, en la tierra, el ver el número de los que se habían de condenar, y el ver que su sangre divina, derramada por la salvación de las almas, iba a ser inútil para aquellos que se perdiesen; el ver que su amor iba a quedar vencido, en cierto modo, por la soberbia que anima en el corazón de los que se pierden.

Cuando hayan recorrido estos tres pensamientos fundamentales: la pena de daño, la pena de sentido y la eternidad de las penas, y los hayan visto a esta luz, a la luz de esa palabra de Cristo, cuando se dirigió a su Padre celestial, diciéndole: Ninguno de ellos se ha perdido, si no es el hijo de perdición, traten de sacar de todo ello los frutos que deben, y, ante todo, un fruto de saludable temor. No se puede eludir la idea de que, al fin y al cabo, aquí estamos reunidos en torno de Jesucristo, que está presente en el sagrario, y que estamos en un nuevo cenáculo; no se puede eludir la idea de que Cristo ahora, en estos Ejercicios Espirituales, está trabajando por salvarnos a todos y hasta por santificarnos; y tampoco se puede eludir el temor y la zozobra que sugieren estas preguntas: ¿Nos salvaremos todos los que aquí estamos congregados? ¿Habrá entre nosotros algún hijo de perdición? Y como no se puede eludir esta zozobra y esta inquietud, ella sola debe bastar para que con generosidad nos pongamos francamente en el camino de Dios; primero, llevados del temor de llegar a ser un día el hijo de perdición; segundo, llevados de la gratitud, porque el Señor aquí, en este nuevo cenáculo, sigue trabajando en nuestras almas, no sólo para que nos salvemos, sino para que nos llenemos de bienes celestiales y nos santifiquemos.

Traigan a colación las dificultades que se atraviesan en nuestro camino para practicar la virtud, y, unidos a Dios, veremos qué fuerza cobramos para vencerlas al pensar en las penas del infierno y en que podemos llegar a ser hijos de perdición. Pensemos en las obras más generosas que podemos hacer por Jesucristo, en el mayor vencimiento propio, en los mayores trabajos por su gloria, en los mayores sacrificios, en nuestro esfuerzo por la salvación de las almas, especialmente de aquellas que nos están en particular encomendadas, y veremos con qué brío lo emprendemos todo ante este pensamiento aterrador de que un día podamos llegar a ser hijos de perdición, y, sobre todo, movidos por la gratitud que debe despertarse en nosotros al pensar que quizá a todos Dios Nuestro Señor nos ha librado del borde del infierno cuando estábamos para caer en él.

De aquí debe proceder el verdadero amor. Sí, el amor es esto. Si se ha de manifestar con obras, ¿qué mayores obras de amor que las que Dios nos ha hecho librándonos, hasta el momento presente, de nuestra eterna condenación? Y si ése es el amor de nuestro Dios, que es verdadero amor de locura, ¿podemos nosotros contentarnos con responder con otro amor tibio, flojo, miserable, egoísta, inmortificado, con un amor a medias? ¿O no es ésa la meditación que debe hacer sentir en nuestro corazón un amor fervoroso que arrolle cuantos obstáculos se le opongan en el camino, que no niegue nada al Dios que de esta manera nos ha amado, que se entregue por entero a la voluntad de Dios?

Pues este fruto es menester que saquemos de la meditación: que nos llenemos de este fuego divino, para que luego, como consecuencia de habernos encendido nosotros en un fuego semejante, tengamos fuerza para librar a muchas almas del infierno, para volverlas a Dios, para salvarlas, para encenderlas también a ellas en el amor de Jesucristo.

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