Si quisiéramos resumir en una sola frase lo que según el Nuevo Testamento habría de ser la vida del cristiano, podríamos condensarla en aquel supremo consejo que Pablo da a los fieles de Efeso:
«Vivid amando» (Ef 5,2).
Es el fruto (en la primera encíclica sobre la Iglesia, la carta dirigida desde el cautiverio por Pablo a su querida ciudad de Efeso y a las demás iglesias de la Provincia de Asia), de la total adhesión a Cristo.
Verdad que poco antes ha subrayado con trazos definitivos el Apóstol:
«No seamos ya niños que vacilan y se dejan llevar de todo viento de doctrina... sino que abrazados a la Verdad, por todo crezcamos en la Caridad, adhiriéndonos a quien es nuestra cabeza, Cristo» (Ef 4,14ss).
El ideal de Cristo fue crear una gran familia: Su Padre, nuestro Padre; su Espíritu, nuestro Espíritu; y El, nuestro hermano modelo; modelo en que nos vayamos transformando a diario.
Podríamos resumir todo en aquella frase atribuida a San Agustín:
«Cristo no fue necesario sino para enseñarnos el amor».
Pudo Dios habernos enseñado, de otra forma, las verdades que creer y los ritos que practicar. Las diversas virtudes prodríamos haberlas aprendido en los actos heroicos de otros hombres.
La profundidad y anchura inmensa de este Amor que Cristo nos pide, forzosamente, teníamos que haberlas visto en El, pues de otra forma, no nos hubieran cabido ni en la cabeza ni en el corazón.
Unidos a Cristo en la Verdad.
Fundidos con Cristo en la Caridad.
Volcados hacia los hermanos para ser una sola cosa todos, suprema aspiracíón del Corazón de Cristo.