Dios reveló su verdad y su amor para ofrecer la salvación a todos los hombres. Por ello dispuso que todo lo que El nos reveló -el Antiguo Testamento, evangelio prometido, y el Nuevo Testamento, evangelio realizado, o sea cumplimiento y plenitud de la salvación por Jesucristo- fuera conservado íntegro y trasmitido a todas las generaciones por la Iglesia.
Esta disposición fue fielmente cumplida, tanto por los Apóstoles, que en la predicación oral, con sus ejemplos de vida y con las instituciones que crearon, nos legaron la verdad salvadora aprendida de Jesucristo, como por aquellos apóstoles y varones apostólicos que bajo la inspiración del Espíritu Santo escribieron el mensaje de salvación.
b) La Palabra de Dios, escrita
Y refiriéndonos ahora de modo especial a la Palabra de Dios, escrita, afirmamos: En ella ha cristalizado de modo singular el conjunto sagrado de la Revelación, confiado a toda la Iglesia, a todo el pueblo de Dios, para que unido a sus pastores, persevere en la doctrina, en la oración, en la Eucaristía y en la Caridad (Hech 2,42).
Como la Iglesia es depositaria del Cuerpo de Cristo en la Eucaristía, también lo es de su Palabra viva en la Biblia, como medio de salvación.
Por eso debe leerse y vivirse por la Iglesia y en comunión con ella. Si recibimos los sacramentos por la Iglesia y en comunión con ella, igualmente debemos recibir la Biblia en la Iglesia y en su espíritu.
Espíritu de fe, para aceptar que Dios nos habla por el contenido de un libro. Espíritu de amor, para abrirnos con docilidad a la Palabra de Dios y dejar que fructifique en toda nuestra vida.
Terminemos con estas palabras, plenas de fuerza y de amor, del Concilio Vaticano II:
«La Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo» (DV 21).